domingo, 21 de julio de 2013

El Carabobeño

Una revolución malversada


El 19 de julio de 1979 entraban a Managua, acompañadas de un desbordante júbilo popular, las columnas de jóvenes combatientes sandinistas. Anastasio Somoza Debayle, el último heredero de una larga dinastía, abandonaba el poder y el país. De este modo, culminaba una lucha librada durante décadas contra lo que parecía hasta entonces, una inconmovible tiranía. 

Los soldados sandinistas cumplían la última fase de la resistencia. Ésta sin embargo, no había sido fácil y debió articularse con el apoyo de gobiernos extranjeros y organismos internacionales. La salida de Somoza fue negociada con Estados Unidos y forzada por la OEA y los países del Pacto Andino, encabezados por Venezuela. La reunión final para constituir la junta de transición se realizó el 11 de julio en Puntarenas, la casa de playa del presidente costarricense Rodrigo Carazo, con la presencia del Jefe Militar de Panamá Omar Torrijos, el ex presidente de Costa Rica José Figueres y Carlos Andrés Pérez (quien meses antes había dejado el mando y estuvo vinculado al proceso de la insurrección). 

La euforia desatada por el triunfo iba a provocar una temprana decantación en el alto gobierno, que había de resultar lógicamente favorable a la tendencia militarista de Ortega. De esta manera, la unidad inicial se fue resquebrajando en asuntos esenciales aunque mantenía el compromiso de apuntalar la experiencia democrática. En 1980, Ortega se transforma de facto en Jefe del Estado, e inicia la radicalización del proceso de la mano de la Cuba fidelista. Comienza la confiscación incontrolada y anárquica de latifundios norteamericanos y de los favoritos del somocismo, que termina por afectar los medianos empresarios. Lo mismo ocurre con industrias que después de intervenidas decaen en su producción, son cerradas y provocan desempleo. En una nación con escasos recursos se configuraba una crisis que afectaba a los sectores campesinos y trabajadores que en teoría, tendrían que haber sido los beneficiarios de la revolución. 

El descontento popular se generaliza y habría de expresarse en las elecciones presidenciales del 25 de febrero de 1990, avaladas y supervisadas por instancias internacionales, y en las cuales la UNO, una alianza de 14 partidos encabezada por Violeta Chamorro, ganó la Presidencia de la República. La revolución no había sido derrotada por sus enemigos, por cuanto Chamorro y Ortega formaron parte de la junta de 1979, pero había resultado inferior a las expectativas de las mayorías. 

Es cierto que se esperaba una ofensiva final de “los contra” acuartelados en Honduras con la ayuda de Estados Unidos, pero la derrota sandinista fue provocada fundamentalmente por políticas inviables impulsadas por la emoción revolucionaria, pero imposibles de que fueran materializadas en un contexto que demandaba una gestión mucho más apegada a la realidad. 

Los gobiernos posteriores dieron marcha atrás a las principales medidas del sandinismo. Se recuperaron tierras y empresas expropiadas, y se buscó en condiciones precarias la creación de un esquema de economía mixta, pero todo ello en un país sobre el cual gravita demasiado el costo de la miseria y del atraso. Cuando Daniel Ortega, después de varios intentos fallidos durante 16 años gana la presidencia de nuevo en 2006, lo hizo no con el apoyo del sandinismo real, sino de fuerzas que se habían opuesto a sus políticas; estigmatizado por denuncias de corrupción y con figuras incluso de “los contra” que enfrentaron con las armas a la revolución en los años 80. Como señala la legendaria comandante Dora María Téllez, ahora opositora de Ortega: “Éste no es un gobierno de izquierda, es un gobierno populista de derecha, su principal aliado ha sido el gran capital y sus políticas han favorecido la concentración de capital en pocas manos y la creación de una capa de corrupción en el país”. Un claro ejemplo de lo que Sergio Ramírez, uno de los líderes fundamentales del sandinismo auténtico llama “Las Revoluciones Malversadas”.

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