A LOS 90 AÑOS DE FIDEL CASTRO
PODER O MUERTE
“La libertad es la religión definitiva”
José Martí
Alejo
Carpentier le dijo en una ocasión a Fidel Castro que dudaba sobre el título de
su próxima novela. Ya tenía concluido el
texto pero se debatía entre “La
Consagración de la Primavera ” o “La Fuerza del Destino”. Al comandante le pareció muy genérico repetir
el nombre de la obra de Stravinski, pero se fascinó con la ópera de Verdi. “Me quedé como loco”, le confesó a su biógrafo Norberto Fuentes. Y es que una voluntad torrencial,
inextinguible, junto con una terca
benevolencia del azar, definen la vida del mandatario más controvertido de
América Latina en el siglo XX.
La
cronología vital de Castro no guarda relación con el tránsito de los dirigentes
políticos contemporáneos. Su liderazgo no
es inicialmente el resultado de una vocación cultivada en el estudio
sistemático, la artesanía partidista, el compromiso ideológico, ni una visión
de país o sociedad. Su personalidad fue
labrada en los traumas familiares, la exaltación de sus ventajas físicas, la
oratoria jesuita, la fortuna en los combates cotidianos, la obsesión de la
gloria y la apuesta de los cojones. La
dirigencia estudiantil universitaria era en aquella época el escenario para el
ascenso de los liderazgos públicos. Más
que en los partidos el debate nacional giraban en torno a los nombres herederos
de la revolución de 1933 que puso término al despotismo de Gerardo Machado,
encabezada por el sargento Fulgencio Batista.
Grau San Martín, Prío Socarrás, Eduardo Chibás y el propio Batista eran
las alternativas del poder. En la Universidad de La Habana Fidel encontró
un modelo para su aprendizaje. Se
llamaba Manolo Castro, tenía vocación social, carisma y arrojo gansteril. Admiraba también a Rolando Masferrer, un
agresivo periodista, ex combatiente de la Guerra Civil Española y de comprobada
afición por la muerte ajena. Sentía
respeto por Chibás líder del Partido Ortodoxo, honesto e ingenuo, que
enfrentaba la corrupción con la consigna: “vergüenza contra el dinero”.
Todo líder
reivindica un hecho, una huella y un estremecimiento que prefigura su
futuro. A Fidel lo marcó la fallida
invasión de Cayo Confites en 1947 organizada por exiliados dominicanos con el
visto bueno del gobierno de Grau, para derrocar a Rafael Leonidas Trujillo. Por su cuenta y riesgo llegó a un islote
inhóspito donde se montaba el campamento de los expedicionarios. Una noche estrechó la mano de Manolo Castro y
fue como la ceremonia del bautismo revolucionario. Miró sus ojos de iluminado y vio en él a su
rival en el oscuro subconsciente de la ambición política. Otro día, a través de la emisora CMQ escuchó
en vivo la masacre de la calle Orfila.
Mario Salabarría jefe de una de las bandas que imponía la ley de las
pistolas utilizaba su influencia en el gobierno para asaltar y asesinar en su
cuartel general a Emilio Tró, su encarnizado enemigo. La matanza reimpulsaba la vendetta política y
establecía las reglas de la confrontación fracticida. Fidel sabía que estaba inexorablemente
envuelto en ellas y que ese, y no otro, era el camino para cristalizar sus
designios de vengador inconsciente.
Semanas antes había sido llevado ante Tró en una misteriosa casa de El
Vedado para suscribir un código de sangre.
El legendario pistolero lo despidió con una frase que le daba vueltas en
la cabeza: “nadie muere en las vísperas, muchacho. Nadie”.
LA MANO INVISIBLE
Los días finales de marzo de 1948, cuando junto con Rafael
Del Pino se reúne con Luis Troconis Guerreno y Omar Pérez en la redacción de El
País en Caracas (Pérez lo recuerda con su infaltable chaqueta de cuero y
atormentado por el derrocamiento de Trujillo) en ruta hacia Bogotá para
presidir una reunión estudiantil paralela a la Conferencia
Interamericana , ya había memorizado su libreto. No es cierto que Castro tuvo una
participación protagónica en el “bogotazo” del 9 de abril de ese año, minutos
después del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, pero su nombre ya
cobraba la dimensión de una leyenda, y figuraba en los archivos de la CIA como un peligroso “agente
comunista”. Los gobiernos de Grau San Martín y Prío Socarrás no fueron capaces
de estabilizar la democracia ni conjurar la violencia y la anarquía
colectivas. Existen razones
comprensibles. Cuba se resentía en sus
raíces históricas. José Martí ejerció un
apostolado moral, simbólico y trágico pero no remató la gesta independentista
con las fortalezas militares de los libertadores del siglo XIX. La liberación
cubana no fue sellada de manera rotunda frente al imperio español y la
intervención de los Estados Unidos, en una relación de amor-odio (que explica
hoy la dicotomía Miami-La Habana) pospuso la conquista plena de su
soberanía.
Si la fuerza de su carácter había guiado sus pasos hasta
ese momento, ahora también lo acompañaría la mano del destino. El golpe de Batista el 10 de marzo de 1952 (que decapitó la dirigencia política
tradicional) lo convirtió en la contrafigura democrática. Una violencia política incontrolable; las pandillas urbanas como sucedáneos de los
partidos políticos, y el comienzo de una dictadura del cha-cha-cha, los
prostibulos y las mesas de juegos, despejaban el horizonte para la acción
directa, el estímulo al caos, las operaciones “garibaldinas” y para reconvertir
en estrategia victoriosa la frustrada tentativa de Cayo Confites. Cuando Chibás se suicido en una emisora
radial, Castro propuso al periodista José Pardo Llada que encabezara la toma
del Palacio Presidencial al frente de una multitud enfurecida. Prío Socarrás tenía todo dispuesto para
abandonar la Presidencia
pero Pardo demostró tener mayor vigor en su voz que en la acción. A escasos
días del golpe de Batista, Castro denunció en el ámbito judicial el acto de
fuerza y dirigió el 26 de julio de 1953 el asalto al Cuartel Moncada en
Santiago de Cuba. La operación fue un fracaso
y en ella perecieron la mayoría de sus camaradas. Sin embargo, logro salvarse cuando fue
capturado en la finca Las Delicias porque el jefe de la misión capitán Pedro
Sarría era casualmente partidario de la conspiración. Días después, en el destacamento del Moncada
su carcelero el teniente Jesús Yánez Pelliter se negó a suminístrale un veneno
que le había ordenado la superioridad.
Fidel asume su defensa con el alegato la “Historia me Absolverá” frase
tomada de Hitler. Es condenado a quince años de prisión, pero a los dos años y medio se beneficia con
una ley de amnistía. Viaja a México.
Tanto su cautiverio como el exilio son noticias de primera página en la
prensa cubana y el tema favorito de los más prestigiosos comentaristas radiales
como Pardo Llada y Luis Conte Agüero.
Castro recibe el apoyo de los perseguidos políticos de las
dictaduras latinoamericanas; recorre varias ciudades de Estados Unidos y su
tenaz adversario Prío Socarrás se compromete en la empresa de una invasión y
aporta setenta y cinco mil dólares para la compra del Granma, barco con el cual
sale del puerto de Tuxpan (México) con ochenta y un voluntarios. La invasión fracasa y la mayoría de sus
hombres son asesinados. El objetivo no
era establecer una guerrilla permanente, sino apuntalar una insurrección
planificada en Santiago de Cuba, dirigida por Abel Santamaria. Deambula un tiempo en los plantíos de La Sierra Maestra
y al poco tiempo asume el papel de un
héroe mítico, casi solitario enfrentado a un régimen aceleradamente carcomido
por la descomposición. Mediante
operaciones mediáticas es entrevistado por el periodista Herbet Mattheus del
“The New York Times” y protagoniza un documental con Bob Taber para la cadena
CBS, que lo presentan ante el mundo como “el Robin Hood de los tiempos
modernos”. La violencia insurreccional
crece en la zonas urbanas. El Directorio
Estudiantil comparte una cruenta resistencia. Nuevos grupos guerilleros suben a
la montaña. Estados Unidos suspende la
venta de armas a Batista y éste negocia armamentos con Inglaterra que resultan
inservibles. La caída de Pérez Jiménez
el 23 de enero de 1958 hace de Caracas un activo centro de solidaridad. Fidel estrena un “fusil fal” que le envía
Larrazábal con el periodista Luis Orlando Rodríguez y se organiza una junta de
gobierno en el exilio que habría de conducir la transición. Las elecciones convocadas por el oficialismo
se reducen a una simple mascarada; el Ejército se divide y afloran las
ambiciones.
Batista es ya un déspota en irremediable desgracia. Todo apuntaba a que renacería la democracia
mediante la fuerza de un líder de treinta y tres años, de barbas proféticas y
con el aura de los héroes antiguos.
Batista tenía que huir y lo hizo una semana antes que Castro entrara
sobre un tanque a las calles de La Habana Vieja.
“Si la
Historia me Absolverá” quedó como el documento de la victoria, el
periodista Norberto Fuentes en su conocida “Autobiografía de Fidel Castro” rescata
una pieza hasta ahora refugiada en el silencio de los derrotados. Rafael Díaz-Balart, su cuñado, amigo
entrañable en la fatiga universitaria, compañero de aventuras juveniles en New
York; y en su condición de jefe de la bancada del régimen en el Congreso
Nacional fue el único parlamentario que se opuso a la aprobación de la Ley de Amnistía que significaba
un borrón y cuenta nueva del Asalto al Moncada.
En su memorable discurso dice:
“Fidel Castro no es más que un psicótapa fascista, que solamente podría pactar
desde el poder con las fuerzas del comunismo internacional, porque ya el
fascismo fue derrotado en la segunda guerra mundial y solamente el comunismo le
daría a Fidel un ropaje seudo ideológico.
Fidel Castro y su grupo quieren una sola cosa: el poder, pero el poder
total, que les permita destruir definitivamente todo vestigio de Constitución y
de ley en Cuba para instaurar la más cruel, la más bárbara tiranía que sería
muy difícil derrocar por lo menos en veinte años”. Díaz-Balart se equivocó en la predicción del
tiempo. Fidel cumple noventa años el 13 de agosto del 2016 y desde hace más de cinco décadas Cuba se asfixia en el puño de los hermanos Castro.
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