Análisis
17/10/2002
UNA NUEVA CONSPIRACIÓN
Manuel Felipe Sierra
Comienza una semana que, en el lenguaje beisbolístico, habría que llamar caliente. El presidente Chávez develó el sábado ante el país una conspiración, los preparativos de una operación supuesta dirigida a consumar un golpe de estado. El golpe, en su sentido estrictamente político, es una obsesión presidencial. Y no es para menos. Ya él vivió los efectos del pospista frustrado en febrero y noviembre de 1992, cuya actuación entonces, según su amigo del alma, el comandante Urdaneta Hernández, fue “catastrófica” y la victoria de un intento de golpe chimbo el 11 de abril que lo condujo a un desestresante paseo turístico por las costas venezolanas como prisionero de ocasión.
Pero las palabras de Chávez trataron de convencer al país de que Enrique Tejera París -desde la dimensión de sus años y su compromiso democrático- era nada menos que el jefe de una conjura siniestra contra la democracia. Es decir, Chávez asumió la paternidad irreductible de la legitimidad y Tejera sería un incendiario irresponsable contra el orden establecido. Nada más parecido al libreto que suele escribirle José Vicente Rangel y que él y que él acostumbra leer con el orgullo de un novel actor.
Pero el asunto va mucho más allá de las palabras, porque se trata de la manera como el gobierno trata de afrontar una coyuntura que le resulta irremediablemente desfavorable. Para el jueves 10 ha sido convocada una marcha popular para protestar no sólo contra la forma abusiva de administrar el poder de un gobernante, sino -y ello es lo más importante- en defensa de la democracia y sus valores. Chávez sabe que perdió la calle. Que tiene un apoyo duro y una adhesión leal en un segmento que no es activo políticamente, pero que tiene una incuestionable incidencia en los procesos sociales. Pero sabe también que el país aspira a salidas casi como una severa crisis de gobernabilidad. ¿Por qué otra razón vino César Gaviria la semana pasada?
No obstante, en su empeño nada nuevo por falsificar la historia, Chávez trata a través de una ingenua campaña publicitaria de remitirnos a los años 60. Sobre el tiempo de Bolívar, Zamora y Rodríguez hay espacio para la interpretación sesgada, pero sobre estos años recientes esa labor se complica.
Rómulo Betancourt afrontó una conspiración continental contra las democracias, que se inspiraba en la exitosa experiencia de la Revolución Cubana. Supo, entonces, unificar al país en torno a una propuesta democrática y conjugar a sus sectores sociales decisivos. Es cierto, que un enfrentamiento de esa naturaleza suponía costos para los bandos que asumieron con propiedad sus responsabilidades en una estrategia en la que inevitablemente existía el peligro de la violencia.
Pero ahora la situación del país es otra. Chávez trata de vender conspiraciones que se desvanecen por su propia inconsistencia. Fidel Castro no alienta grupos guerrilleros, sino que es fiador internacional del régimen venezolano. Los atropellos a los medios de comunicación no se dan por razones políticas, sino como resultado de una definición de Estado que implica la confiscación de la libertad de expresión como prerrequisito para materializar un proyecto autoritario. También los protagonistas son otros. De aquellos, sobrevive José Vicente Rangel. Y entre el valiente periodista de Clarín y el hoy vicepresidente ejecutivo de la República hay todo un abismo.
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