miércoles, 13 de julio de 2011

LA PATOLOGIA FASCISTA

LA PATOLOGIA FASCISTA

30/04/2002

“Francia es un pueblo destrozado por el alcohol, la sífilis y el periodismo”
(El Duce, 13 de mayo de 1938)

 Manuel Felipe Sierra

Como una expresión opuesta a los  modelos de la civilización occidental - sensiblemente estimulados ahora por la globalización - o en la definición de Wolfgan Sauer “como el movimiento de los perdedores en el proceso  de modernización”, lo cierto es que el fascismo como fenómeno político, social y cultural no murió con las aparatosas  desapariciones físicas de Benito Mussolini y Adolfo Hitler. Si bien es cierto, que  con el final de la segunda Guerra Mundial dejó de ser un instrumento de poder que colocaba al pie del patíbulo a grandes masas inocentes, y que hizo del odio y la intolerancia una melosa ideología, la herencia encarnada por los dictadores italiano y alemán, sigue latente en las entrañas de las sociedades modernas y cobra, en ciertos momentos, la forma de una espantosa amenaza.


Sin embargo, nunca como ahora el neofascismo o el “fascismo genérico” como lo han calificado algunos de sus más notables investigadores, ofrece signos de resurrección. Y es que si alguna característica tuvieron los regimenes italiano, alemán, español y portugués (los dos últimos sobrevivientes de la conflagación de los años cuarenta), es su elasticidad y su capacidad para mimetizarse y matrimoniarse con las realidades nacionales. Existe el estereotipo cinematográfico de las dictaduras sangrientas, los prisioneros famélicos y las extravagancias de unos gobernantes con delirios operáticos, pero el fascismo, el nacionalsocialismo, el franquismo, el salazarismo y hasta el estalinismo (aunque éste haya sido su contracara en los términos concretos de la guerra) contaminaron y ahora lo hacen de nuevo a diversos pueblos y continentes por la simpleza y elementalidad de sus fundamentos: la profundización de los odios raciales y el uso de la fuerza bruta.

No es por azar que estudiosos de la materia como Stanley Payne establezcan criterios altamente controversiales: “la paradoja de todo esto es que los analistas serios del gobierno totalitario reconocen hoy en día que la Italia fascista nunca llegó a ser totalitaria, (término que por cierto, acuñaron en 1925 Mussolini y su copartidario el filósofo académico Giovanni Gentile). En la década siguiente al establecimiento al sistema de Mussolini, la dictadura leninista en la Unión Soviética se vió transformada implacablemente por Stalin en un sistema completo de socialismo de Estado con un control dictatorial de facto casi total de la economía y de todas las instituciones oficiales. Unos años después, la dinámica ambición de poder del régimen  de Hitler en Alemania, con su eficacia policíaca, su poderío militarista,  su sistemas de campos de concentración y, con el tiempo sus políticas de exterminio en los territorios conquistados, pareció crear un equivalente nacionalsocialista no comunista del sistema stalinista de control. Estos dos han aportado los modelos dominantes de lo que los analistas políticos especialmente entre 1940 y 1960, tendían a calificar como totalitarismo. La Italia de Mussolini se parecía muy poco a ninguno de los dos”.

La historia recuerda también que durante un tiempo del régimen fascista, en Italia las grandes empresas, la industria y las finanzas gozaron de autonomía, el sistema judicial premosuliniano quedó en gran parte intacto y con autonomía parcial; la policía siguió siendo dirigida por funcionarios del Estado y no por los jefes del partido como en la Alemania nazi ni cristalizó una élite policial como en la Rusia soviética. Pero no sólo eso.  El Tratado de Letrán de 1929 estableció un modo vivendi con la Iglesia Católica que siguió vigente pese a los conflictos entre la institución esclesiástica y el Estado en los primeros años de 1930, y nunca se trató de imponerle a la Iglesia  la sumisión total como en Alemania o en Rusia.

Es decir, el fascismo no fue un modelo rígido y vertebrado, sino que conoció  etapas blandas y duras. De allí su capacidad de contagio en el mundo entero y no sólo en la Europa de la entreguerra; y de allí también su naturaleza recurrente. La súbita votación de Jean Marie Le Pen en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas relanza un tendencia ya clara en los últimos años en varios países europeos. Curiosamente, en Francia nació el concepto de nacionalismo socialista con la propuesta electoral de Maurice Barrés en 1898, que había tenido expresiones organizadas previas como las pandillas del Marqués de Morés y la Action Francaise, de modesta representatividad legislativa.

La votación de Le Pen y la perspectiva de que una organización de ultraderecha se convierta en referencia política importante en Francia, se emparenta con el liderazgo de Joerg Haider en Austria, y de Umberto Bossi y Gianfranco Fini en alianza con Berlusconi en Italia, y la explosión racista en el seno de los jóvenes alemanes, belgas y rusos. El “fascismo de nuestros días” como lo llama Vargas Llosa se diferencia, lógicamente, en sus causas y formulaciones de los regimenes que ensombrecieron la historia del siglo XX. Pero ahora, si bién el objetivo no es la voracidad territorial ni la medición de la musculatura bélica entre las naciones, exalta sin embargo, sus componentes más perversos: el desprecio por la condición humana y las prácticas del odio en sus formas más excecrables.

Ya no se trata de imponer formatos políticos ni de establecer nuevas concepciones económicas. La sintomatología fascista se presenta por igual en gobiernos democráticos, autoritarios, sultánicos o tribales, salvando espacios geográficos y niveles de desarrollo cultural. ¿Cómo entender que la democracia norteamericana - las más desarrollada y emblemática del mundo - reaccione ante la agresión terrorista de manera primitiva, reditando la política del rearme unilateral; y que la permisividad racial que le confirió la condición de ser una suma de nacionalidades libres se vea empañada por amagos de xenofobia? ¿Qué distancia existe entre el racismo de Milosevic y la contumacia homicida de Sharon?. ¿Las guerras religiosas no son cada vez menos santas y cada vez más cercanas a los ritos macabros?.  ¿Caben diferencias entre los crimenes de Pinochet y las ejecuciones de la guerrilla colombiana?.

La herencia del fascismo se constata no sólo en la perdida de la libertad y la destrucción material de naciones, sino también en los efectos morales y psicológicos sobre sus poblaciones. “La promesa de ser, no era posible nada mejor”, como dice Sebastian Haffner.  El fascismo y todas sus versiones suponen la fractura de la psiquis colectiva; la instalación del desencanto como una manera de vivir y desatan una sensación envolvente, inescapable, como si se habitara en una terrible cárcel humana. El filólogo Victor Klemperer en su estudio “LTI, La Lengua del Tercer Reich” escrito a manera de diario (quizás la mejor manera de contar las tragedias) profundiza en esos cambios casi imperceptibles pero que fijan huellas eternas en el comportamiento humano. Dice Klemperer. “El nazismo se introducía más bién en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponían  repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente”.

Ya antes, Stefan Zweig había dejado su conmovedor testamento en “El Mundo de Ayer”. También observador privilegiado de los dos conflictos mundiales no pudo superar el desasosiego y la angustia que le producía la adsurda matanza que presenció en Europa. El escritor austríaco junto a su esposa, se quitó la vida en Brasil un día de carnaval de l942. Juraba, entonces, que las sombras del fascismo cubrirían finalmente al planeta.

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