viernes, 30 de noviembre de 2012

Fábula Cotidiana




EL VERANO ÁRABE

“El espíritu revolucionario se adueñó de la plaza Tahrir para exigir que el presidente de Egipto, Mohamed Mursi, deje sin efectos sus últimas decisiones y para reivindicar el que los islamistas no dominen todos los resortes del poder” reseña un cable de la agencia EFE del miércoles 28 de noviembre. En el mismo lugar y a comienzos del 2011 cientos de manifestantes terminaron por obligar a Hosni Mubarak, con un mandato de más de 30 años a dejar el poder.

Era el segundo capítulo de la “Primavera Árabe” que comenzó el 27 de diciembre del 2010 con la inmolación de Mohamed Bouazizi en la Plaza de Sidi Bouzid de Túnez. La acción del joven desempleado desató una tormenta que a los pocos días determinó que el gobernante Ben Alí, con un mando de 23 años, buscara refugio en Arabia Saudita. A los días siguientes habrían de repetirse explosiones sociales de la clase media y los jóvenes impulsadas por el uso de las redes sociales que colocaron en aprietos a dictadores y dinastías enquistadas en las naciones del Magreb y el Medio Oriente. Justamente, cuando Mubarak era echado por la repulsa popular se iniciaba la llamada “Guerra de Libia”. Ella tuvo sus orígenes en la represión de manifestaciones y protestas en las que Muamar Gadafi, con 41 años gobernando, debió usar incluso la fuerza aérea. De allí en adelante se desencadenó un conflicto con intervención de la OTAN y la ONU que tuvo un punto culminante con el asesinato del dictador. Pero ya en Siria comenzaba lo que ha sido una larga y sangrienta confrontación de sectores opositores contra el gobierno dinástico de  Bashar Al Asaad.

La Primavera Árabe” fue vista por la diplomacia occidental como el comienzo de una redefinición política que significaba la liquidación de regímenes dictatoriales y el inicio de un proceso que habría de conducir a esos países hacia un progresivo rescate de las libertades democráticas. A dos años del gesto de Bouazizi ¿cuál es el balance de esta moderna y original revolución? Para el analista Javier Valenzuela “lo iniciado en el Norte de África y Oriente Próximo en el 2011 es un nuevo ciclo histórico, algo que durará años, que tendrá avances, pausas y retrocesos, que conocerá victorias y derrotas”. Según su análisis “una revolución no es otra cosa que la encarnación de unas determinadas ideas transformadoras, las de libertad y dignidad en el caso de la “Primavera Árabe” en combativos movimientos populares”.  Para abordar el tema Algón Editores de Madrid acaba de publicar un excelente ensayo de los académicos Jesús Gil Fuensanta, Alejandro Lorca y Ariel José James con el título “Tribus, Armas, Petróleo”. Es sin duda la primera aproximación para un diagnostico de un proceso que habrá de seguir conmoviendo una de las zonas estratégicas del mundo.

Según los expertos se trata de una revolución “en este caso trasnacional porque en ella están presentes la dimensión de las transformaciones coyunturales y la de las transformaciones sistémicas. En Líbia, Túnez, Egipto, Yemen o Siria se está gestando una explosión de las formas tradicionales de gobernanza que tienen implicaciones sociales de largo alcance para cada una de estas naciones”. La visión de esta problemática supone un análisis “quizás tan complejo como el de la revolución rusa en 1917-una tarea que si fue llevada a cabo por Rosa Luxemburgo- o la francesa en 1789-efectuado en su época por Burke, Hegel y De Maestre-, justo en el momento en el que el proceso revolucionario estaba teniendo lugar”. Esta consideración no indica que el curso de los cambios opere hacia la consolidación de modelos democráticos. Según los autores “no estamos aún en presencia de una revolución socio-económica profunda, al estilo de las revoluciones clásicas como la rusa o la china sino de una revolución de los hábitos, creencias, patrones, significados, valores, normas y símbolos de la cultura política tradicional”. De allí que este proceso apuntaría a reforzar más que a disolver los tradicionales vínculos comunitarios y religiosos de la zona, “no es una revolución contra la tradición, sino contra una forma específica de manipular la tradición desde la tradición misma”.

Una visión igualmente valiosa es la del periodista Jon Lee Anderson de la revista  The New Yorker quien de paso por Caracas ofreció sus opiniones, que en este caso tienen además el valor de ser emitidas por un reportero que ha vivido directamente a lo largo de dos años los episodios más dramáticos de esta transformación. Para él se trata de una conmoción global del área no ajena a las modificaciones que se están dando en la geopolítica mundial. En su opinión habría que comenzar por la invasión de Irak, por Estados Unidos y Gran Bretaña el 2003 y que provocó el derrocamiento de Sadam Hussein. Lee, que dejó plasmados aquellos acontecimientos en el libro “La caída de Bagdad”, ahora recuerda que las razones que se invocaron para la operación bélica no sólo eran inconsistentes sino que sus resultados han sido opuestos a ellas. De este modo, hoy en día “en Irak no hay gobierno y es un país devorado por la violencia de las etnias y grupos religiosos”. De allí que vaticine que  lo que ocurra en Siria podría conducir a una nueva intervención internacional parecida a la de Irak, que tendría repercusiones en la recomposición del ajedrez político internacional.

Opiniones parecidas se manejan en el alto nivel de la diplomacia de Israel, país que si bien no es afectado por el virus primaveral de sus vecinos, será sin duda alguna  uno de los escenarios de los conflictos previsibles en la zona y que ya parecen marchar con mucha velocidad. Una tarde de mayo de este año en Tel Aviv un alto funcionario de la coalición en el gobierno comentaba después de un prolijo balance de hipótesis y escenarios de conflictos, que lo que un año atrás se presagiaba como una primavera está resultando y resultará, paradójicamente, un impredecible “verano árabe”.  

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