Dilma en penales
El
17 de diciembre de 2010 Mohamed Bouazizi, de 26 años, diplomado en informática
y cansado de buscar empleos sin resultados, decidió inmolarse en la plaza de
Sidi Bouzid, en Túnez. El episodio tuvo
un efecto que nadie podía imaginarse. Mientras el joven expiraba en la terapia
del hospital, ya el país era azotado por la revuelta popular. A los días, el
presidente Ben Alí, se vió obligado, después de 24 años de ejercer el poder, a
abandonarlo apresuradamente. Comenzaba la “Primavera Árabe”. Luego, la plaza Tahrir
de El Cairo, fue durante días el escenario de protestas que culminaron con la
renuncia de Hosni Mubarak y el comienzo de una transición que mediante la vía
electoral, condujo al poder a los Hermanos Musulmanes con la todavía
tambaleante presidencia de Mohamed Mursi.
Eran protestas de jóvenes
profesionales, sin empleo, sin mejores expectativas de vida, que usaban las
nuevas tecnologías digitales (especie de “guerrillas de la clase media”) contra
gobiernos autocráticos. Los casos de Libia, que devino con el asesinato de Muamar
Gadafi después de un conflicto que se prolongó por 8 meses y el de Bashar Al
Assad en Siria, que desde hace más de 2 años enfrenta una guerra, que según
cálculos de la ONU
ha dejado al menos 94.000 muertos, tuvieron otras características: se
convirtieron en un tema que afectó intereses de las grandes potencias al
desarrollarse en una zona neurálgica de la geopolítica mundial. La “Primavera
Árabe”, saludada en un comienzo como la emergencia contra gobiernos
autocráticos y monarquías mineralizadas, terminó siendo más bien un “Invierno Árabe”,
como suele comentarse en los círculos diplomáticos de la región.
El 15 de mayo de 2011 en España, con
rebote inmediato en otras capitales europeas, estalló el movimiento pacífico de
los llamados “indignados”, que buscaba “promover una democracia más
participativa alejada del bipartidismo y del dominio de bancos y corporaciones,
así como una ‘auténtica división de poderes’ y otras medidas con la intención
de mejorar el sistema democrático”. Las acciones se vincularon con las
protestas que en los últimos 3 años se registran cotidianamente en Grecia,
Portugal, Italia y otras naciones europeas castigadas severamente por la crisis
económica.
De esta manera, la movilización de
calle, apuntalada en las clases medias y con el uso de las redes sociales, se
ha convertido en un hecho cotidiano. Desde hace 3 años, los estudiantes
chilenos ocupan con frecuencia las calles de Santiago y otras capitales, en
demanda de mejores niveles de educación y la gratuidad de la enseñanza.
El pasado 31 de mayo, lo que comenzó
como el rechazo a la destrucción de uno de los pocos parques de Estambul, en
Turquía, para la construcción de un centro comercial, se convirtió a los días
en el pretexto para una acción que abarcó todo el país y que se orientó a
solicitar la dimisión del primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, desatando en
consecuencia, implicaciones políticas también de carácter internacional.
“Se oye un ruido de helicópteros y
debajo tiembla la calle. Hay un rumor en coro, un mosaico multitudinario de
demandas. Son miles, visibles desde los puentes y distribuidores, y también
desde las imágenes que ofrecen las cámaras instaladas en algunos de esos aparatos
voladores. La televisión ha tenido que doblar sus mecanismos de cobertura para
hacerle frente a una manifestación que se había perdido en la memoria de
Brasil. Los cuerpos de seguridad, ni hablar”, así describe Leo Felipe Campos las
primeras protestas pacíficas en Sao Paulo que comenzaron el 6 de junio,
encabezadas por el Movimiento Pase Libre, exclusivamente contra la subida de
las tarifas del transporte público.
Las manifestaciones se extendieron y
asumieron otras exigencias, incluso críticas sobre los gastos que ha generado la Copa del Mundo de 2014 (hecho
curioso, tratándose que el fútbol junto con la samba, definen una suerte de
religión para los brasileros) lucha contra la corrupción y elevación de las
condiciones de vida. Fue una acción de la clase media, de profesionales, sin la
presencia de reivindicaciones propias de las sublevaciones árabes ni europeas y
motorizadas por la sociedad civil (que tiene un peso decisivo en la política de
Brasil) y que advertían que en ningún caso se trataba de una acción opositora contra
el gobierno de la presidenta Dilma Rousseff. ¿Estaba en juego el “modelo de
desarrollo brasileño”? La mandataria lo entendió sin demora, exaltando la
participación en las calles como un hecho legítimo y abriendo un diálogo con
los manifestantes, hasta el punto que después de una reunión con gobernadores y
alcaldes, anunció una inversión de 25.000 millones de dólares para modernizar
el sistema de transporte y la convocatoria a un plebiscito a través del
Parlamento que controla su partido para un proceso Constituyente específico,
que enfrente la recomposición política del Estado y disponga de mecanismos más
eficientes para la lucha contra la corrupción. Las manifestaciones brasileñas habrán
de seguir por unos días, pero es evidente que a diferencia de lo ocurrido con
las conmociones registradas en otros países, el “modelo de desarrollo
brasileño”, con inocultables resultados en términos sociales y económicos,
también se revela ahora como un sistema suficientemente flexible para asumir
las demandas populares y avanzar en sus objetivos de profundización política,
lo que en el fútbol sería un gol imparable.
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