De impugnaciones y fraudes
El que no esté contento que se ahorque”, dijo ante las denuncias de un nuevo fraude electoral, Robert Mugabe, quien fue reelecto por séptima vez para completar 38 años de mandato al frente de un curioso modelo político. Su primera medida fue ordenar la expropiación de tierras y empresas y vanagloriarse que las potencias occidentales no hubieran logrado separarlo del poder.
Cada cierto tiempo, el tema del Presidente de Zimbabwe es traído al debate para establecer algunas similitudes con la experiencia del chavismo. Y es que existen en el plano político demasiadas semejanzas que son necesarias examinar para el diagnóstico del proceso que ha vivido el país en los últimos años. Es cierto que en el ámbito económico y en la retórica, la Revolución Bolivariana se identifica con el régimen fidelista, pero también lo es que en lo político, Chávez (obviamente su desaparición implica cambios) tomó como referencia lo que ocurre en el país africano.
Fidel Castro y la mayoría de las revoluciones del mismo corte triunfaron por la vía violenta y se han consolidado mediante la violación de los derechos humanos, la imposición de una férrea censura de prensa y el control discrecional de todos los poderes. Mugabe en cambio (por razones de la época) se ha propuesto los mismos objetivos pero a través de pervertir un sistema electoral que le permite las reelecciones indefinidas mediante votaciones con opositores legitimados que ya crónicamente apelan a las impugnaciones y a las denuncias de fraude. De allí que se establezca para muchos analistas un parentesco entre ambas expresiones del “neototalitarismo”.
Los dos procesos (más allá de la destrucción económica, la confiscación social y diversas modalidades de represión política) han perfeccionado un mecanismo electoral con apariencia democrática y utilizan el sufragio, no para la alternancia y el cambio, sino para legitimar su perpetuación en el tiempo. Mugabe es un “adicto electoral” y se siente cómodo en las campañas, es más, abusa de ellas como una demostración de su amplitud y respeto por el sufragio. Al mismo tiempo, ha estimulado una oposición que recurre al voto para ganar o perder elecciones, pero que ofrece a la comunidad internacional una pincelada piadosa que oculta el verdadero drama de su país.
En este camino, Mugabe ha logrado construir una “oposición permitida”, representada por el Movimiento del Cambio Democrático (MCD), que lidera Morgan Tsvangarai y que termina siendo, incluso inconscientemente, un factor de equilibrio para la dictadura. En 2008 se registró un episodio propio de una relación sadomasoquista. Tsvangarai obtuvo la mayoría en las elecciones presidenciales pero los resultados oficiales fueron pospuestos durante meses lo que facilitó el fraude. Mugabe llamó a una segunda vuelta desconociendo la primera votación y Tsvangarai se presentó a ella pero días antes decidió retirarse y refugiarse en una embajada. Mugabe, como era lógico, resultó electo y luego de negociaciones y con la anuencia internacional, permitió el regreso de Tsvangarai y lo premió con el cargo de Primer Ministro, el cual ocupó justamente hasta hace unos días, cuando Mugabe con su partido la Unión Nacional Africana de Zimbabwe-Frente Patriótico, consumó otra obscena trampa electoral.
Por supuesto, no podrían establecerse paralelos exactos con el proceso chavista y ahora menos, cuando el liderazgo del “líder supremo” implica recomposiciones en el seno del oficialismo. Pero es una referencia que debe tomarse en cuenta, tanto que el expresidente George W. Bush en sus memorias “Puntos Decisivos” sostuvo que Chávez se estaba convirtiendo en el Robert Mugabe de Sudamérica: “Chávez contaminó las ondas con duros sermones antiestadounidenses a la par que divulgaba una versión de falso populismo que denominó revolución bolivariana; lamentablemente derrochó el dinero de los venezolanos y está arruinando su país”. La lección más importante tendría que ser asimilada por la oposición venezolana en el sentido de no advertir esta realidad podría convertirla a la postre en un factor aliado, sin quererlo, de un modelo político claramente perverso y ruinoso.
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