EL PADRE DE LA OPEP
Los sábados a las 9 de la mañana, Juan
Pablo Pérez Alfonzo solía dictar sus clases magistrales en la “Quinta
Curaraima”, su espaciosa casa de Los Chorros. Vestido con chaqueta blanca,
corbata blanca, camisa vino tinto, pantalones oscuros, y el gorro blanco que
ocultaba su corte al rape, “el padre de la OPEP” (como lo bautizara “The New
York Times”) fijaba criterios sobre el tema petrolero.
Su tesis del “Efecto Venezuela” era
conocida internacionalmente. La criatura que procreó junto con el ministro de
Petróleo de Arabia Saudita Abdullah Al Tariki
en 1960, cobraba un inusitado protagonismo a raíz del conflicto
árabe-israelí de 1973. Por
los días de sus conferencias sabatinas el asunto energético ocupaba la
atención mundial. En Venezuela se discutía la nacionalización de la industria
petrolera; y Carlos Andrés Pérez propugnaba una diplomacia tercermundista en
procura de un “nuevo orden económico internacional”. Un heterogéneo auditorio
poblaba los jardines de la mansión recostada al Ávila. Se reunían estudiantes y
periodistas que viajaban a escudriñar el pensamiento de un personaje que como
dijera su biógrafo Eloy Porras, “sacudió al mundo”.
Ya Pérez Alfonzo, nacido en 1903,
tenía un largo trecho recorrido en el estudio y la comprensión del
fenómeno petrolero. En la discusión de la reforma de 1943 durante el gobierno de Medina Angarita salvó
el voto como diputado de AD en
desacuerdo con la cuantía de los impuestos que debían pagar las compañías.
Siendo ministro de Fomento de la Junta Revolucionaria de Gobierno, el 31 de
enero de 1946 se aprobó el esquema del “fifty-fifty” en la relación impositiva
con las operadoras. La medida se propagó como un derrame de aceite: Irán la
adoptó en 1949, Arabia Saudita en 1950, Kuwait en 1951 e Irak en 1952.
Cuando Pérez Alfonzo al frente de una
delegación viajó en 1959 al Primer Congreso Árabe de Petróleo en El Cairo ya
estaban dadas las condiciones para una política de coincidencias entre
productores y exportadores. En la delegación viajaron dos ejecutivos de la
Shell: José Martorano y José Giacopini Zárraga. Martorano presentó a Pérez
Alfonzo al ministro Tariki a quien había conocido en sus años como agregado
comercial en Washington. En la entrevista inicial se acordó convocar a una reunión en el club náutico “El Maadi”,
donde se suscribió un “Pacto de Caballeros”, que se ratificaría un año después
el 14 de septiembre de 1960, con la fundación de la OPEP en Bagdad.
En las conferencias de Los
Chorros, Pérez Alfonzo asumía la condición de un riguroso pensador. Apoyaba la
ley de nacionalización pero era crítico de la manera cómo se administraban los
altos ingresos fiscales. A la “Gran Venezuela” de CAP la bautizó como el “Plan
de la Destrucción Nacional”; alertaba sobre el riesgo de desviaciones en la
OPEP; se alarmaba ante el incontrolable crecimiento demográfico; exaltaba
propuestas ecológicas y postulaba la necesidad de someter a prueba la capacidad
de trabajo de los venezolanos.
Una de aquellas mañanas le pregunté el
porqué de su insistencia en comparar el petróleo con una sustancia diabólica.
Con la serenidad del maestro dijo que no olvidaba la respuesta del primer
ministro de Noruega, Einar Henry Gerhardsen, cuando fue invitado por él y por
Tariki a que su país formara parte de la OPEP. Ambos eran partidarios de
fortalecer la organización con una nación petrolera europea y Noruega tenía
considerables reservas aunque una modesta producción. Contó entonces que el
alto funcionario, después de escucharlos atentamente les deseó buena suerte en
el proyecto y los despidió con una frase: “es mejor dejar el diablo bajo
tierra”.
Otra mañana le pregunté hasta dónde el
“Efecto Venezuela” no tenía que ver con la propia naturaleza del venezolano.
“Le voy a contar una anécdota”, me dijo mientras nos sentábamos en un muro.
Refirió que en el gobierno de Medina Angarita
se descubrió en Guayana el diamante más grande del mundo. La noticia recorrió
el planeta y el afortunado minero llamado Jaime Hudson fue objeto de varios
homenajes y el diamante bautizado con su nombre de batalla: “Barrabás”. En el
exilio, Pérez Alfonzo siguió las noticias sobre la suerte de la joya que era
exhibida en una tienda de la Quinta Avenida de Nueva York. A su regreso y siendo ministro de Minas e
Hidrocarburos, la secretaria le dijo un día que un personaje que decía llamarse
“Barrabás” insistía en una audiencia. Pérez Alfonzo dio instrucciones que se la
concediera. El día y a la hora convenida entró a su despacho un hombre
convertido en una deplorable estampa de pobreza. El ministro le inquirió qué había pasado con el famoso
diamante porque hasta ese momento pensaba que era un próspero hombre de
negocios. Hudson le hizo un relato de sus fracasos que lo condujeron a trabajar
como portero en un prostíbulo en la selva. Cuando le preguntó a que obedecía su
visita, le contestó: “ministro, quiero que me ayude con una concesión para
buscar diamantes y le garantizo que en menos de dos meses encontraré uno más
grande y precioso que el “Barrabás”. Pérez Alfonzo se levantó con una palmada
en mi hombro y exclamó: “Ve ud, somos un país de mineros”. Juan Pablo Pérez
Alfonzo murió en Washington el 3 de septiembre de 1979. Había pedido que sus
restos fueran cremados y sus cenizas esparcidas en el mar. Unos meses antes le
había dicho a un periodista norteamericano que aspiraba vivir hasta el año
2000. Desde entonces, pocas cosas para bien han cambiado en Venezuela y en el
mundo del petróleo.
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