Las visitas del Papa Francisco
(en dos años y medio de su magisterio) abarcan prácticamente al mundo entero, y
han procurado proyectar un mensaje de paz, reconciliación y rescate de aquellos
valores pervertidos o liquidados por el rumbo irracional de la actual
civilización. Esa es su función y la única que puede realizar. Suponer que sus
visitas, como la de los pontífices anteriores, implican órdenes de obligatorio
acatamiento para gobiernos y autoridades es sencillamente un disparate. Lo que
tiene que valorarse es hasta dónde sus mensajes tienen acogida, y en algunos
casos, sensibilizan a sectores con posiciones encontradas y en muchos casos dramáticamente
opuestos. Hasta ahora puede decirse que la prédica de Francisco ha logrado sensibilizar,
ablandar, y también reconsiderar posiciones y actitudes en varios de los países
visitados. La reciente gira a Cuba y la que realiza en Estados Unidos apuntan
en esa dirección. En el caso cubano el simple hecho de que su mediación,
conjuntamente con otros países y personalidades mundiales, hayan favorecido el
comienzo del restablecimiento de las relaciones entre ese país y Estados Unidos
es un logro demasiado importante. Pero no lo es todo, y no podría ser todo; de
otra manera no se explicaría durante años un conflicto de esa magnitud. Lo
mismo ocurre con la visita a los Estados Unidos, un país mucho más complejo en
el orden de las creencias religiosas, y una sociedad agitada por severos
cambios económicos y culturales. Suponer que el Papa es portador de una receta mágica
para resolver problemas, más que una ingenuidad, es una enorme falta de sentido
común. El Papa, si bien transmite mensajes espirituales que atañen a todos los países,
en la práctica no tiene (y nadie en el mundo lo tiene) poderes como para
solventar situaciones que responden a diversos y contradictorios procesos históricos
y sociales.
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