lunes, 9 de abril de 2018

ANÁLISIS

11A-2002: LA HERIDA SIGUE ABIERTA

A las 2 y 30 de la madrugada del 12 de abril del 2002, el general Lucas Rincón apareció ante las cámaras de televisión y dijo: “Los miembros del Alto Mando Militar de la Fuerza Armada Nacional de la República Bolivariana de Venezuela deploran los lamentables acontecimientos sucedidos en la ciudad capital en el día de ayer. Ante tales hechos se le solicitó la renuncia de su cargo al ciudadano Presidente de la República, la cual aceptó”.
            Chávez dejó el Palacio y habría renunciado según su oficial de mayor confianza, sin saber quiénes dirigían una operación golpista ni sospechar el nombre de su jefe. ¿Era ello posible en un militar que durante diez años tejió una gigantesca conspiración y que demostraba tener un conocimiento milimétrico de la topografía castrense? Por su perspicacia periodística fue el entonces ministro de la Defensa, José Vicente Rangel, quien definió con mayor tino los confusos sucesos. Al día siguiente confesó a la periodista Gioconda Soto, ante la pregunta de si hubo o no hubo golpe: “Obviamente que hubo un pronunciamiento de la Fuerza Armada que depuso al Presidente”. Cuando la reportera lo emplazó a ser más categórico, se limitó a contestar “Ese es un problema semántico”. Si la madrugada del 12 el Alto Mando Militar protagonizó una novedosa sesión de beatería, el comportamiento de los factores de la oposición que habían convocado a la marcha frente a Pdvsa, sobrepasaba la impericia de una liga de menores.

UN MANDATO BREVE
           
La designación de Pedro Carmona como Presidente y el nombramiento de un Gabinete “chucuto” a las cinco de la tarde del 12 (justamente cuando se leyó un antológico decreto imperial) dieciséis años después sigue siendo un misterio. Para algunos fue uno de los tantos secretos que se llevó a la tumba el Cardenal Ignacio Velasco, severo crítico de la época y para otros un errático juego adelantado del sector empresarial que pretendió confiscar la protesta. Pero más allá de las tentaciones que inevitablemente desata un sorpresivo vacío de gobierno es demasiado evidente que no existía ni siquiera el pre-guión de un golpe militar. ¿Quién podía entender que una transición que surgiera en esas circunstancias no expresara la conjunción de fuerzas que desde los meses finales del 2001 había tomado las calles? ¿Era concebible un interregno sin la presencia del factor militar? ¿Cómo desconocer la emergencia de la sociedad civil y el papel protagónico del movimiento sindical? ¿Tenía sentido sustituir a un líder popular relegitimado por el voto dos años antes (2000) por un dirigente gremial que se aprovechaba de un accidente político? ¿Cómo dar respuesta a una mayor participación ciudadana en una experiencia que se iniciaba con una declaración de principios punitiva y excluyente?
            Los sucesos de abril del 2002 deberían interpretarse como un tramo inevadible en el proceso de radicalización política que vivía el país. El malestar en la FAN era notorio y su élite se oponía a un proyecto que suponía la alteración de valores de la institución. Si bien los privilegios políticos concedidos a los militares en la Constitución de 1999 y la administración de planes multimillonarios como el “Bolívar-2000” actuaron como mecanismos de contención por un tiempo, en su seno gravitaban dos preocupaciones básicas: la posible reedición de las milicias cubanas en el país y la aparente permisividad con la vecina guerrilla colombiana.
         Cuando comenzó el llamado “goteo militar” en los primeros meses de aquel año la crisis había llegado a un punto límite. La oposición de la sociedad  civil (entonces los partidos carecían de visibilidad) al proyecto chavista crecía de manera sostenida y en términos impensables meses atrás. No era la acción partidista rutinaria sino una explosión de carácter social que incorporaba a la clase media y a sectores tradicionalmente reacios a la política. Chávez comenzó a preocuparse por las características de las movilizaciones que entonces demostraban enorme eficacia también en Ecuador y Bolivia; y que en Argentina decidían en horas la suerte de fugaces mandatarios. De allí que el paro cívico convocado para el 9 de abril había cobrado ya una dinámica que trascendía al manejo de sus dirigentes. La reunión del Alto Mando, con el Fiscal General Isaías Rodríguez, en la cual se aprobó la activación del “Plan Ávila” funcionó como un poderoso detonante. Ya convencido de la inminencia de un conflicto, en esos días Chávez invitó al general Manuel Rosendo (jefe del CUFAN) a que estrenaran un nuevo modelo de fusil y que ambos dirigieran la represión de los manifestantes.

¡¡A MIRAFLORES!!

Ese era el ambiente recargado cuando se decidió en la autopista del Este que la marcha opositora continuara hasta Miraflores. Después de la cadena televisiva que sirvió de fachada a la “Masacre de Puente Llaguno”, un Chávez anímicamente derrotado, en un Palacio silencioso, confesaba a un viejo amigo las amargas decepciones que depara el poder y su decisión de abandonar el país. ¿Habría recibido, como se dice, una llamada de Fidel Castro proponiéndole un repliegue táctico en Cuba o se disponía a hacer acto de presencia en la “Cumbre del Grupo de Río” en San José de Costa Rica y allí dar cuenta de la situación? Ambas preguntas nunca tuvieron respuesta
¿Golpe de Estado frustrado? ¿Contragolpe victorioso? ¿Vacío de poder? ¿Una batalla sin generales vencedores ni vencidos? ¿O acaso una simple conspiración semántica? Después de casi dos décadas la radicalización política cobra de nuevo fuerza con la convocatoria a elecciones presidenciales para mayo del 2018 bajo la impugnación opositora; y cuando las causas que generaron la tormenta en aquel abril no han desaparecido sino que ahora por el contrario cobran mayor impulso con la intervención de factores internacionales.

Con la actual megacrisis nacional la confrontación oposición y gobierno -Maduro también persiste como Chávez en un socialismo a contrapelo de la realidad nacional y del mundo-, es lógico que se profundice y radicalice como un impredecible enfrentamiento entre propuestas políticas, ideológicas e históricas claramente irreconciliables. Como se diría en la mesa de dominó: “el juego sigue trancado”.

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