ANÁLISIS
11A-2002: LA HERIDA SIGUE ABIERTA
A las 2 y 30 de la madrugada del
12 de abril del 2002, el general Lucas Rincón apareció ante las cámaras de
televisión y dijo: “Los miembros del Alto Mando Militar de la Fuerza Armada Nacional
de la República Bolivariana de Venezuela deploran los lamentables
acontecimientos sucedidos en la ciudad capital en el día de ayer. Ante tales
hechos se le solicitó la renuncia de su cargo al ciudadano Presidente de la
República, la cual aceptó”.
Chávez
dejó el Palacio y habría renunciado según su oficial de mayor confianza, sin
saber quiénes dirigían una operación golpista ni sospechar el nombre de su
jefe. ¿Era ello posible en un militar que durante diez años tejió una
gigantesca conspiración y que demostraba tener un conocimiento milimétrico de
la topografía castrense? Por su perspicacia periodística fue el entonces
ministro de la Defensa, José Vicente Rangel, quien definió con mayor tino los
confusos sucesos. Al día siguiente confesó a la periodista Gioconda Soto, ante
la pregunta de si hubo o no hubo golpe: “Obviamente que hubo un pronunciamiento
de la Fuerza Armada que depuso al Presidente”. Cuando la reportera lo emplazó a
ser más categórico, se limitó a contestar “Ese es un problema semántico”. Si la
madrugada del 12 el Alto Mando Militar protagonizó una novedosa sesión de
beatería, el comportamiento de los factores de la oposición que habían
convocado a la marcha frente a Pdvsa, sobrepasaba la impericia de una liga de
menores.
UN MANDATO BREVE
La designación de Pedro Carmona
como Presidente y el nombramiento de un Gabinete “chucuto” a las cinco de la
tarde del 12 (justamente cuando se leyó un antológico decreto imperial)
dieciséis años después sigue siendo un misterio. Para algunos fue uno de los
tantos secretos que se llevó a la tumba el Cardenal Ignacio Velasco, severo
crítico de la época y para otros un errático juego adelantado del sector
empresarial que pretendió confiscar la protesta. Pero más allá de las tentaciones
que inevitablemente desata un sorpresivo vacío de gobierno es demasiado
evidente que no existía ni siquiera el pre-guión de un golpe militar. ¿Quién
podía entender que una transición que surgiera en esas circunstancias no
expresara la conjunción de fuerzas que desde los meses finales del 2001 había
tomado las calles? ¿Era concebible un interregno sin la presencia del factor
militar? ¿Cómo desconocer la emergencia de la sociedad civil y el papel
protagónico del movimiento sindical? ¿Tenía sentido sustituir a un líder
popular relegitimado por el voto dos años antes (2000) por un dirigente gremial
que se aprovechaba de un accidente político? ¿Cómo dar respuesta a una mayor
participación ciudadana en una experiencia que se iniciaba con una declaración
de principios punitiva y excluyente?
Los
sucesos de abril del 2002 deberían interpretarse como un tramo inevadible en el
proceso de radicalización política que vivía el país. El malestar en la FAN era
notorio y su élite se oponía a un proyecto que suponía la alteración de valores
de la institución. Si bien los privilegios políticos concedidos a los militares
en la Constitución de 1999 y la administración de planes multimillonarios como
el “Bolívar-2000” actuaron como mecanismos de contención por un tiempo, en su
seno gravitaban dos preocupaciones básicas: la posible reedición de las
milicias cubanas en el país y la aparente permisividad con la vecina guerrilla
colombiana.
Cuando
comenzó el llamado “goteo militar” en los primeros meses de aquel año la crisis
había llegado a un punto límite. La oposición de la sociedad civil (entonces los partidos carecían de
visibilidad) al proyecto chavista crecía de manera sostenida y en términos
impensables meses atrás. No era la acción partidista rutinaria sino una
explosión de carácter social que incorporaba a la clase media y a sectores
tradicionalmente reacios a la política. Chávez comenzó a preocuparse por las
características de las movilizaciones que entonces demostraban enorme eficacia también
en Ecuador y Bolivia; y que en Argentina decidían en horas la suerte de fugaces
mandatarios. De allí que el paro cívico convocado para el 9 de abril había
cobrado ya una dinámica que trascendía al manejo de sus dirigentes. La reunión
del Alto Mando, con el Fiscal General Isaías Rodríguez, en la cual se aprobó la
activación del “Plan Ávila” funcionó como un poderoso detonante. Ya convencido
de la inminencia de un conflicto, en esos días Chávez invitó al general Manuel
Rosendo (jefe del CUFAN) a que estrenaran un nuevo modelo de fusil y que ambos
dirigieran la represión de los manifestantes.
¡¡A MIRAFLORES!!
Ese era el ambiente recargado
cuando se decidió en la autopista del Este que la marcha opositora continuara
hasta Miraflores. Después de la cadena televisiva que sirvió de fachada a la “Masacre
de Puente Llaguno”, un Chávez anímicamente derrotado, en un Palacio silencioso,
confesaba a un viejo amigo las amargas decepciones que depara el poder y su
decisión de abandonar el país. ¿Habría recibido, como se dice, una llamada de
Fidel Castro proponiéndole un repliegue táctico en Cuba o se disponía a hacer
acto de presencia en la “Cumbre del Grupo de Río” en San José de Costa Rica y
allí dar cuenta de la situación? Ambas preguntas nunca tuvieron respuesta
¿Golpe de Estado frustrado?
¿Contragolpe victorioso? ¿Vacío de poder? ¿Una batalla sin generales vencedores
ni vencidos? ¿O acaso una simple conspiración semántica? Después de casi dos
décadas la radicalización política cobra de nuevo fuerza con la convocatoria a
elecciones presidenciales para mayo del 2018 bajo la impugnación opositora; y cuando
las causas que generaron la tormenta en aquel abril no han desaparecido sino
que ahora por el contrario cobran mayor impulso con la intervención de factores
internacionales.
Con la actual megacrisis nacional
la confrontación oposición y gobierno -Maduro también persiste como Chávez en
un socialismo a contrapelo de la realidad nacional y del mundo-, es lógico que
se profundice y radicalice como un impredecible enfrentamiento entre propuestas
políticas, ideológicas e históricas claramente irreconciliables. Como se diría
en la mesa de dominó: “el juego sigue trancado”.
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