miércoles, 13 de julio de 2011

MARÍA BONITA

MARÍA BONITA
04/05/2002
Manuel Felipe Sierra

A Luis Salazar y Héctor Mayerston
(In memorian)

Quería sacudirse el agobio vespertino, la sensación imprecisa que deja alguna veces el final de la jornada.   El diplomático se dispuso a buscar otros aires. Caminó por la acera izquierda en dirección al sur.  Los automóviles iniciaban a esa hora un monótono concierto de cornetas sobre la reforma.  Midió unos pasos y se detuvo frente a la puerta del teatro. Le dio un vistazo a la cartelera y sus ojos se entretuvieron en las carnes subyugantes de la bailarina. Cada vez que la veía en las portadas de las revistas María Antonieta Pons le parecía un portento de lujuria. Era muy temprano para la primera función y decidió caminar unos pasos más. Llegó a la puerta del hotel y empujó la estructura giratoria de cristal. Atravesó el lobby.  Al fondo abrió la puerta de la derecha. La sala estaba semillena, en  las esquinas las butacas y los sofás de cuero marrón.  Al fondo el podio del pianista. En el centro la pista circular de madera pulida. Por momentos recordó el ballroom del Sevilla Biltmore de La Habana. En dirección a la puerta estaba el bar. Fijó la mirada en una silla al final de la barra. Desde allí tenía una precisa composición del lugar y dominaba el lobby y los ascensores. Con media vuelta a la izquierda le daba el frente al pianista. El pianista era un hombre pequeño, de mejillas hundidas y cabellos amansados por la gomina. Cuando terminaba de cantar se  ajustaba la pajarita y estallaban los aplausos. “Con mucho gusto para cerrar este set voy a interpretar una de las canciones que  ustedes más me piden”. Una explosión de gritos cubrió la sala. Desde  la  barra  era  imposible oír  el  piano  y menos aún la voz de
suyo pálida pianista.
Había que confundirse en el coro femenino que repetía que las rondas no son buenas, que hacen daño y dan pena. El pianista se puso de pie, abrió los brazos con la euforia de un torero que recién acaba de fulminar la bestia. Se sacó un pañuelo blanco del bolsillo izquierdo para aliviar su impaciencia pulmonar y caminó hacia la barra escoltado por dos amigas. Tomó asiento. El diplomático miró en círculo, prestó atención a los movimientos de los camareros que atendían las ordenes del capitán y colocaban en el ascensor maletas y portatrajes. Algunas parejas bailaban en el centro de la pista. El pianista platicaba con sus  amigas palabras de amor. Su voz era un quejido ronco y lejano, la flecha de una cicatriz le cruzaba el lado derecho de la cara. La tos amenazaba con desajustar la armadura de su cuerpo. En un descuido, con discreción, un mesonero le puso en la manos una tarjeta, El pianista se la llevó al bolsillo derecho del smoking mientras acercaba sus labios a los oídos de las amigas. Apuró el coñac y con disimulo sacó la tarjeta. La leyó y en un instante un estremecimiento desplomó sus sentidos. El cigarrillo se desprendió de los labios. La pajarita cedió ante el naufragio del tórax. Sus ojos giraban perdidos sin encontrar el punto de equilibrio de la  mirada. El rostro cobró un color amarillento como si una succionadora hubiera extraído hasta la última gota de su sangre. Las amigas se miraban asombradas, le acariciaban el rostro, le daban palmadas nerviosas. El barman atareado le sirvió un vaso con agua de azúcar. Segundos después recobro el aplomo. Ahora parecía un hombre de carne y hueso. Estrujó la tarjeta y la lanzó con furia contra el piso.  Se consintió la pajarita. Pasó suavemente sus manos por los cabellos brillantes y plateados. Hizo un gesto enérgico de reposición anímica y se levantó para reiniciar la actuación. Escoltado por las dos amigas caminó hacia el podio y al oír los aplausos su cuerpo de nuevo se cubrió de gloria.  El diplomático forzó por salir de su puesto recostado a la pared. Caminó unos pasos, vio alrededor, bajó la mirada y allí estaba la tarjeta humillada por las pisadas. Con la agilidad de carrasquelito  se la llevó al bolsillo izquierdo. Antes de abandonar el hotel, en sus oídos rebotaron las notas del piano, tararararán, tarán, tarán, tararararán......   Permaneció unos segundos en la puerta para trazar el plan de regreso. Hacía un frío mucho más fuerte que el habitual en esta época del año. Los automóviles formaban lentas colas y sus luces pavimentaban la avenida.  A lo lejos divisó la espada luminosa de San Juan de Letrán. Pensó que todavía era hora de llegar caminando hasta el apartamento. Avanzó hacia el norte. El la esquina siguiente dudó si cruzar a la derecha para tomarse el trago del estribo en el bar de la bandida o recogerse temprano para la segunda revisión de los periódicos del día. Antes de cruzar la calle, tentado por la curiosidad, se colocó las gafas, metió la mano en el bolsillo y desestrujó  pacientemente la tarjeta. La reacción inicial fue de asombro, pero después fue poseído por ese sentimiento entre pérfido y culpable de saberse confidente involuntario de los secretos ajenos.  Sonrió, cuando releyó escrito en una cuidadosa caligrafía femenina: “Agustín, acuérdate de Acapulco. María”.

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