EL 11 DE
SEPTIEMBRE DEL 2001
La
noche del martes 11 de septiembre de 2001, George W. Bush se dirigió a sus
compatriotas y al mundo. Doce horas antes Estados Unidos había conocido la
tragedia más grande de su historia. Ante las cámaras, el mandatario no podía
reflejar más que desconcierto y tristeza. Lo ocurrido esa mañana sólo cabía en
la imaginación delirante de un productor hollywoodense. Los actos terroristas
que destruyeron las Torres Gemelas en Nueva York y atacaron el Pentágono en
Washington herían como nunca antes el orgullo de la primera potencia del mundo.
Bush, el heredero, caminaba inseguro en la oscuridad de un laberinto.
Cuán distintas las circunstancias en las cuales su padre, George Bush, se
dirigió a sus compatriotas y al mundo la noche del 16 de enero de 1991 para
anunciar el inicio del “único orden mundial” que otorgaba a su país la
hegemonía militar del planeta. Comenzaba la Operación Tormenta
del Desierto para desalojar las tropas de Irak del territorio de Kuwait. En la
década siguiente surgirían cambios dramáticos. La caída del Muro de Berlín
había puesto término a la
Guerra Fría y con ello al temor de una conflagración
apocalíptica, pero abría paso a la agudización de los conflictos raciales y
religiosos, en los cuales, las prácticas terroristas habrían de sustituir a los
métodos convencionales de la guerra.
Estados Unidos asumía la mayor responsabilidad en administrar y enfrentar un
fenómeno que se reproducía con fuerza, incluso en los países desarrollados. No
era fácil para los gobiernos norteamericanos abordar una situación inédita e
impredecible en el razonamiento dogmático de sus estrategas militares. Por eso
los graves atentados terroristas del 11 de septiembre, por encima de sus
repercusiones en el ámbito internacional, habrían de tener un enorme efecto en
el comportamiento psicológico de una sociedad de suyo compleja.
Cuando Bush padre consagraba la supremacía norteamericana diez años atrás, en
Wall Street y el Pentágono (los dos emblemas del poderío estadounidense) se
reafirmaba el orgullo de una nación predestinada a ser la potencia dominante.
El mecanismo moral que se activó cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor, el
7 de diciembre de 1941, y decidiría el desenlace de la II Guerra Mundial con la
presencia de las fuerzas norteamericanas en el conflicto, volvía a cobrar un
sentido épico. El trauma de la derrota en Vietnam en los años 70 – cuyas
secuelas humanas persistieron durante largo tiempo como espectros en las calles
neoyorquinas – era de alguna manera superado cuando el gobernante daba los
detalles de la más sofisticada operación bélica de la historia.
En aquél momento, el atrevimiento de Sadam Hussein de invadir a Kuwait por su
propia cuenta era castigado de un modo implacable y ejemplarizante. Dos
personajes eran claves en la aniquilación del peligro iraquí: el secretario de la Defensa Dick Cheney y
el jefe de las operaciones militares, Colin Powell. Pero la desaparición del
esquema bipolar (si bien en lo militar consagró la superioridad norteamericana)
abrió las compuertas a la multiplicación de conflictos y enfrentamientos
regionales. Nunca como en aquellos diez años el mundo habría de vivir mayores
estremecimientos por brotes separatistas, el fanatismo religioso y la resurrección
del racismo. En un cuadro de semejante anarquía el terrorismo asumía una
importancia protagónica; y frente a la perfección de los mecanismos de las
minorías fanatizadas – la mayoría de las cuales concibe la muerte como un
tributo trascendente – poco valían las armas desarrolladas para la
confrontación en gran escala.
Los atentados terroristas del 11 de septiembre regresaron al ciudadano
norteamericano a una terrible realidad. Su país ciertamente es la primera
potencia del mundo, pero también se revelaba como una nación impotente para
castigar las afrentas a su orgullo y cumplir con el mandato de asegurar el
orden internacional. Si Estados Unidos era capaz de ganar sin oponente la
guerra más perfecta que se haya conocido para reestablecer la paz en el Medio
Oriente ¿por qué no podía hacerlo frente a la acción de un grupo de suicidas
que se burlaban de su seguridad militar y destruían su símbolo financiero?
Sin embargo, en aquellas horas, Bush hijo, acompañado por Dick Cheney (ahora
vicepresidente) y por Colin Powell (secretario de Estado) no tenía mayores
cartas en las manos. En la lucha contra el terrorismo no funcionan los
mecanismos disuasivos; no se conocen pactos ni armisticios. Por supuesto, el
gobierno de Bush estaba obligado a dar demostraciones de su autoridad y su
eficiencia. Era lógico que se iniciara la operación contra los focos
terroristas en Afganistán y luego de nuevo, para aniquilar la amenaza latente
de Sadam Hussein en Irak.
¿Pero que ha pasado en estos 11 años? El analista Fabián Calle lo resume:
“después de la caída de la URSS ,
Estados Unidos fue como Gulliver en el país de los enanos. Esto se vio en el
período de George W. Bush con las guerras de Irak, Afganistán y el aumento del
presupuesto de defensa, lo cual aceleró el déficit fiscal y el endeudamiento,
afectando la salud económica de largo plazo y llevando a escenarios como la
amenaza de default”.
Los
norteamericanos tienen razones desde el 11 de septiembre de 2001 para repensar
su papel en el nuevo escenario mundial y los productores de Hollywood para
fabricar sus fantasías que, dolorosamente, suelen convertirse como en aquella
mañana, en sangrientas realidades.
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