La sombra de El Sha
El Sha Mohammed
Reza Pahlevi, ha muerto. “Va camino de Dios”, se leía en los carteles que
acompañaron el cortejo fúnebre hasta la mezquita de Rifaie, en Egipto. Eran los
últimos días de julio de 1980 y un grupo de periodistas en las calles de
Teherán nos preguntábamos ¿qué repercusiones habrá de tener su muerte en el
plano interno de Irán? Dos meses después Irak invadió a su vecino en una guerra
que culminó 8 años después sin un claro vencedor.
El movimiento
encabezado por el ayatolá Jomeini, que un año antes había depuesto a Reza
Pahlevi, fue el producto de una larga e inteligente suma de voluntades. Desde
quienes lo adversaban por sus devaneos occidentalistas (perfectamente
explicables en un personaje con mentalidad de galán cinematográfico) hasta quienes
adoptaron el Islam como un escudo de combate ante el fracaso de la ortodoxia
marxista en el medio iraní. La lucha contra el Sha germinó y se consolidó
alrededor del planteamiento religioso de la mayoría shiíta. Por primera vez, en
un siglo convulsionado por los cambios y las eclosiones, el ascenso al poder
pasaba por una referencia nítidamente religiosa, más que política. ¿Existía
otra forma válida de acabar con el largo mandato de la dinastía Pahlevi, que no
fuera la de adherirse a las propuestas de un sector de creyentes del Islam?
Las nacionalidades
que conforman el vasto rompecabezas étnico iraní (arabistanes, curdos,
turcomanos, beluchistanes y armenios) pusieron de lado sus enfrentamientos para
colaborar en una operación dirigida a derrocar al monarca. Un poderoso
movimiento nacional, guiado por un anciano de mirada enigmática, cuyas manos
parecían soldadas de por vida a las páginas del Corán, hizo posible que las
plegarias de millones de personas derrotaran, sin un solo disparo, a uno de los
más sofisticados ejércitos del mundo.
En una
ostensible contradicción dialéctica, la revolución iraní emergió contra
los resultados del proyecto de occidentalización de Pahlevi. El
planteamiento, según el cual era posible yuxtaponer una civilización moderna a
una más atrasada por la vía de la importación de hábitos y patrones sociales,
no era factible en una tierra asiento de una cultura con inconmovibles raíces
religiosas.
La
occidentalización de Irán operó como un señuelo para grupos dirigentes y las
capas medias tecnocráticas. Sin embargo, sólo una minoría tuvo la oportunidad
de apropiarse de las innovaciones de los modistos franceses y los tecnócratas
norteamericanos. En la base de la pirámide social, una porción determinante de
nativos seguían aferrados a una visión distinta de la vida y del mundo. Esa
mayoría –los hombres de mirada distraída y las mujeres cubiertas de túnicas
negras que observábamos en los pueblos de Irán- encontraron el camino de
acceder al poder mediante el uso de sus propias creencias. ¿Era posible esperar
un rumbo distinto al actual, en un proceso guiado por intérpretes islámicos y
no por ideólogos de la lucha de clase?
Las primeras
medidas de la revolución iraní contravinieron las normativas revolucionarias
sacralizadas en Occidente. “Es un salto atrás”, debió ser la expresión de quien
percibe las revoluciones como una inevitable ruptura con el pasado, sin reparar
en cuanto de nuevo tiene siempre el futuro. La conocida lucha por el uso del
“chador” (el velo que cubre el rostro de las mujeres) no fue sólo un gesto
antifeminista. Luego, la lucha fue contra el uso de la corbata, un símbolo de
la elegancia occidental, y por el rechazo a ciertos adelantos tecnológicos.
La muerte de Reza
Pahlevi parecía fortalecer la posición del ayatolá Jomeini, al eliminar la
referencia opositora más significativa. No obstante, el cuadro interno en aquél
momento no era propicio para el optimismo. La propia naturaleza de esta
revolución había creado en la práctica una compleja diversidad de factores. Los
comités revolucionarios conformaban un código popular propio; las migraciones
del interior a la capital construían un cordón de carpas alrededor de Teherán
con sus consiguientes problemas de servicios; se registraban síntomas de
desabastecimiento (pese a que el gobierno tomaba previsiones y a la
circunstancia de éste disponer de suficientes divisas). En el país entonces se
vivía un clima de creciente paralización y la construcción y los servicios
estaban virtualmente interrumpidos.
Las fricciones con
Irak que desembocaron en la guerra, se habían convertido en un mal recurrente y
las minorías étnicas empezaban a plantear fórmulas de autonomía o de
independencia. Irán vivía un proceso revolucionario inédito. El ayatolá Jomeini
falleció en 1989, pero el proceso iraní siguió con altos y bajos en la misma
dirección. Le sucedió el ayatolá Jamenei, quien durante los últimos años ha
mantenido el ritmo de un curioso proceso revolucionario. Una sucesión de
presidentes, moderados o radicales, no han alterado la esencia de lo que fue la
insurgencia de Jomeini en 1979. Hoy, Irán está en el centro de la disputa
mundial por su avanzado proyecto de desarrollo nuclear y el polémico mandato de
su presidente Mahmud Ahmadineyad, quien logró establecer una estrecha alianza
con Hugo Chávez y su régimen, insertando a Venezuela en el juego geopolítico.
En días, los iraníes concurrirán a elecciones con ocho candidatos, que más allá
de matices y propuestas, no parecen alterar lo que sigue siendo el inconmovible
mandato de Jamenei y sus planes de expansión no sólo en el Medio Oriente. Más
allá de los resultados de estas elecciones, queda claro que la revolución iraní
sigue buscando un rumbo en una lectura dogmática del Corán y bajo la sombra
mítica, como lo comprobamos hace 33 años, de Reza Pahlevi. Para muchos el Sha
no ha muerto.
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