jueves, 15 de agosto de 2013

Fábula Cotidiana


Fidel y Kennedy

          Llega la noche de La Habana. Ya no es la ciudad rutilante del pasado, pero conserva intacta la magia del Malecón y su ritmo musical y sensual. Es un día de agosto de 1991 y una delegación venezolana encabezada por el canciller Armando Durán, acompañado por Efraín Schacht Aristiguieta, Marco Tulio Bruni Celli, Alfredo Tarre Murzi y Pompeyo Márquez, ingresa al Palacio de la Revolución para un encuentro con Fidel Castro.

            Se trataba de un nuevo paso en gestiones que habían comenzado un año antes los presidentes Carlos Andrés Pérez, César Gaviria (Colombia) y Carlos Salinas de Gortari (México). Ya Castro había visitado la isla de La Orchila en una discreta reunión con Pérez, a instancias de Gabriel García Márquez. Luego el encuentro se repitió en Cozumel, esta vez con la presencia de los otros dos mandatarios. Comenzaba el “período especial” como consecuencia de la caída del Bloque Comunista, lo que significaba para Cuba una etapa de mayor escasez. La URSS abandonaba de esta manera los acuerdos que habían garantizado la sobrevivencia de la Revolución Cubana desde 1961. Castro prometía estimular algunos cambios para flexibilizar su régimen, lo cual le valió que fuera invitado ese año a la I Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno en Guadalajara, que facilitó su inserción en el concierto de las naciones latinoamericanas.  

            Aquella noche se encendieron las luces en un Palacio de largos corredores y salones sombríos. La oficina de Fidel era un espacio sin mayor ostentación y decorado con cuadros de René Portocarrero. Castro esperaba con su hermano Raúl, el canciller Isidoro Malmierca, el vicepresidente Carlos Rafael Rodríguez, su jefe de seguridad Manuel Piñeiro (el legendario “Barbarroja”) y dos jóvenes promesas de relevo: Carlos Aldana y Carlos Lage. En plan de asistente actuaba un joven de admirable diligencia llamado Felipe Pérez Roque.

            Fidel fue estrechando la mano de los visitantes y haciendo comentarios en cada uno de los casos. El canciller Durán, que vivió en Cuba los episodios de la lucha contra Batista, se podría decir que era un hombre de la casa; al excanciller Schacht Aristiguieta, lo saludó con rigor protocolar; a Bruni Celli, quien pertenecía a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, le dijo: “¡Que bueno que vino! Usted está invitado a conocer las cárceles cubanas para que conozca la verdad y no la versión que vende el imperialismo”. Luego se dirigió a Tarre Murzi: “Usted es el famoso ‘Sanín’ en Venezuela y su pluma es terrible, bienvenido”. Abrazó a Márquez con aparente afecto, se volteó y exclamó: “¡Este hombre fue militante del comunismo cubano en los años 40!”. El vicepresidente Rodríguez, compañero de Márquez de la época, asintió sonriente.

            El mandatario acostumbraba reuniones al filo de la medianoche y esta no habría de ser la excepción. Desde su sillón ordenó que se sirviera una botella de whisky: “una reunión sin whisky no es posible con los venezolanos”. Se excusó de no tomar y comentó que ya tenía cinco años sin fumar sus famosos habanos y que su dieta incorporaba el pan gallego con aceite de oliva. “Mi médico me dice que hay que adoptar la dieta mediterránea”. Recordó su primer viaje a Caracas en 1948 y la travesía entre La Guaira y la capital: “Óyeme, aquello era una cosa terrible. Me dijeron que había que subir 999 curvas ¿es cierto?”. Los visitantes se vieron las caras. Castro sonrió y dijo: “bueno, eran muchas curvas, lo cierto es que aquello era un enorme tirabuzón”. Por supuesto, salió a relucir la epopeya de Bolívar y la admiración de Martí por el Libertador y dijo que de verdad militarmente, la independencia de Venezuela fue producto de la astucia y la habilidad de José Antonio Páez: “para mí, fue el padre de las guerrillas latinoamericanas y eso lo repetíamos mucho en la Sierra Maestra”.

            A una pregunta sobre por qué Cuba después de tantos años seguía sometida al bloqueo respondió: “Les voy a confesar un secreto, aunque no sé si en algún momento se lo comenté a algunos de mis biógrafos, pero la historia es esta: en una oportunidad se crearon las condiciones para una forma de convivencia con Estados Unidos, que aliviara el bloqueo y que nos evitara las calamidades que hemos vivido, eso fue en 1963, porque el presidente Kennedy no compartía la dureza del aislamiento. Un día recibí un mensaje del periodista Jean Daniel, director del semanario francés Le Nouvel Observateur, que tenía interés en visitarme, después de haber permanecido unos días en la casa de campo de Kennedy. Era evidente que portaba un mensaje y preparamos su visita. Lo recibí aquí donde están ustedes y le propuse que fuéramos a conversar y a pasar una tarde más relajada en Varadero, porque yo sabía que los intelectuales franceses deliraban por un buen daiquiri, como herencia de Hemingway.

            Preparamos un almuerzo en un hotel y comenzamos a repasar la situación mundial. Le pregunté mucho por el presidente Kennedy, hablamos de la crisis que atravesaban varios países, yo esperaba que en algún momento soltara prenda, que aflojara el brazo y me dijera qué mensaje traía, por qué el interés en conversar conmigo. Pasaba el tiempo y se trataba de una conversación cordial. En un momento, ya avanzada la tarde, se me acercó uno de mis asistentes, creo que fue “Pepin” Naranjo con un cable, me lo entregó en un tono un tanto extraño, lo leí y déjenme decirles que no quiero recordar la sensación que sentí. Se daba la información de que Kennedy había sido asesinado. Guardé silencio, se lo comenté a Daniel y él enmudeció. Ya no era posible seguir con la reunión. Yo sabía lo que ello habría de representar para nosotros”. Castro se levantó y continuó: “La muerte de Kennedy fue una tragedia para Cuba por una razón muy sencilla, estábamos en una situación ideal para algún tipo de acuerdo, yo lo había derrotado en Bahía de Cochinos y él me había derrotado cuando obligó a Kruschev a sacar los cohetes atómicos de Cuba”. Levantó la voz, cruzó los brazos con la velocidad de un arbitro sobre el ring y expresó: “habíamos quedado tablas, como en el boxeo”.

            La reunión se prolongó monopolizada por el verbo incansable de Castro. La comitiva abandonó el Palacio casi al amanecer, invitada para un almuerzo donde el propio Fidel cocinaría un pescado a la sal, producto de una de sus redadas de submarinismo. El Malecón despertaba y La Habana iniciaba el día, como dijera Nicolás Guillén, “con sus caderas sonoras y sus moradas ojeras a todas horas”. El 13 de agosto Fidel Castro cumplió 87 años y el próximo 22 de noviembre se recordarán los 50 años del asesinato de John Fitzgerald Kennedy en Dallas.

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