Fidel y Kennedy
Llega
la noche de La Habana. Ya
no es la ciudad rutilante del pasado, pero conserva intacta la magia del Malecón
y su ritmo musical y sensual. Es un día de agosto de 1991 y una delegación
venezolana encabezada por el canciller Armando Durán, acompañado por Efraín
Schacht Aristiguieta, Marco Tulio Bruni Celli, Alfredo Tarre Murzi y Pompeyo
Márquez, ingresa al Palacio de la
Revolución para un encuentro con Fidel Castro.
Se
trataba de un nuevo paso en gestiones que habían comenzado un año antes los
presidentes Carlos Andrés Pérez, César Gaviria (Colombia) y Carlos Salinas de
Gortari (México). Ya Castro había visitado la isla de La Orchila en una discreta
reunión con Pérez, a instancias de Gabriel García Márquez. Luego el encuentro
se repitió en Cozumel, esta vez con la presencia de los otros dos mandatarios.
Comenzaba el “período especial” como consecuencia de la caída del Bloque Comunista,
lo que significaba para Cuba una etapa de mayor escasez. La URSS abandonaba de esta
manera los acuerdos que habían garantizado la sobrevivencia de la Revolución Cubana
desde 1961. Castro prometía estimular algunos cambios para flexibilizar su
régimen, lo cual le valió que fuera invitado ese año a la I Cumbre Iberoamericana
de Jefes de Estado y de Gobierno en Guadalajara, que facilitó su inserción en el
concierto de las naciones latinoamericanas.
Aquella
noche se encendieron las luces en un Palacio de largos corredores y salones sombríos.
La oficina de Fidel era un espacio sin mayor ostentación y decorado con cuadros
de René Portocarrero. Castro esperaba con su hermano Raúl, el canciller Isidoro
Malmierca, el vicepresidente Carlos Rafael Rodríguez, su jefe de seguridad Manuel
Piñeiro (el legendario “Barbarroja”) y dos jóvenes promesas de relevo: Carlos
Aldana y Carlos Lage. En plan de asistente actuaba un joven de admirable diligencia
llamado Felipe Pérez Roque.
Fidel
fue estrechando la mano de los visitantes y haciendo comentarios en cada uno de
los casos. El canciller Durán, que vivió en Cuba los episodios de la lucha
contra Batista, se podría decir que era un hombre de la casa; al excanciller Schacht
Aristiguieta, lo saludó con rigor protocolar; a Bruni Celli, quien pertenecía a
la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, le dijo: “¡Que bueno que vino! Usted está invitado a
conocer las cárceles cubanas para que conozca la verdad y no la versión que
vende el imperialismo”. Luego se dirigió a Tarre Murzi: “Usted es el famoso ‘Sanín’ en Venezuela y
su pluma es terrible, bienvenido”. Abrazó a Márquez con aparente afecto, se
volteó y exclamó: “¡Este hombre fue
militante del comunismo cubano en los años 40!”. El vicepresidente
Rodríguez, compañero de Márquez de la época, asintió sonriente.
El mandatario
acostumbraba reuniones al filo de la medianoche y esta no habría de ser la
excepción. Desde su sillón ordenó que se sirviera una botella de whisky: “una reunión sin whisky no es posible con
los venezolanos”. Se excusó de no tomar y comentó que ya tenía cinco años
sin fumar sus famosos habanos y que su dieta incorporaba el pan gallego con
aceite de oliva. “Mi médico me dice que
hay que adoptar la dieta mediterránea”. Recordó su primer viaje a Caracas
en 1948 y la travesía entre La
Guaira y la capital: “Óyeme,
aquello era una cosa terrible. Me dijeron que había que subir 999 curvas ¿es
cierto?”. Los visitantes se vieron las caras. Castro sonrió y dijo: “bueno, eran muchas curvas, lo cierto es que
aquello era un enorme tirabuzón”. Por supuesto, salió a relucir la epopeya
de Bolívar y la admiración de Martí por el Libertador y dijo que de verdad
militarmente, la independencia de Venezuela fue producto de la astucia y la
habilidad de José Antonio Páez: “para mí,
fue el padre de las guerrillas latinoamericanas y eso lo repetíamos mucho en la Sierra Maestra”.
A
una pregunta sobre por qué Cuba después de tantos años seguía sometida al
bloqueo respondió: “Les voy a confesar un
secreto, aunque no sé si en algún momento se lo comenté a algunos de mis
biógrafos, pero la historia es esta: en una oportunidad se crearon las
condiciones para una forma de convivencia con Estados Unidos, que aliviara el
bloqueo y que nos evitara las calamidades que hemos vivido, eso fue en 1963,
porque el presidente Kennedy no compartía la dureza del aislamiento. Un día
recibí un mensaje del periodista Jean Daniel, director del semanario francés Le Nouvel Observateur, que tenía
interés en visitarme, después de haber permanecido unos días en la casa de
campo de Kennedy. Era evidente que portaba un mensaje y preparamos su visita. Lo
recibí aquí donde están ustedes y le propuse que fuéramos a conversar y a pasar
una tarde más relajada en Varadero, porque yo sabía que los intelectuales
franceses deliraban por un buen daiquiri, como herencia de Hemingway.
Preparamos un almuerzo en un hotel y
comenzamos a repasar la situación mundial. Le pregunté mucho por el presidente
Kennedy, hablamos de la crisis que atravesaban varios países, yo esperaba que
en algún momento soltara prenda, que aflojara el brazo y me dijera qué mensaje
traía, por qué el interés en conversar conmigo. Pasaba el tiempo y se trataba
de una conversación cordial. En un momento, ya avanzada la tarde, se me acercó
uno de mis asistentes, creo que fue “Pepin” Naranjo con un cable, me lo entregó
en un tono un tanto extraño, lo leí y déjenme decirles que no quiero recordar
la sensación que sentí. Se daba la información de que Kennedy había sido
asesinado. Guardé silencio, se lo comenté a Daniel y él enmudeció. Ya no era
posible seguir con la reunión. Yo sabía lo que ello habría de representar para
nosotros”. Castro se levantó y continuó: “La muerte de Kennedy fue una tragedia para Cuba por una razón muy
sencilla, estábamos en una situación ideal para algún tipo de acuerdo, yo lo
había derrotado en Bahía de Cochinos y él me había derrotado cuando obligó a
Kruschev a sacar los cohetes atómicos de Cuba”. Levantó la voz, cruzó los
brazos con la velocidad de un arbitro sobre el ring y expresó: “habíamos quedado tablas, como en el boxeo”.
La
reunión se prolongó monopolizada por el verbo incansable de Castro. La comitiva
abandonó el Palacio casi al amanecer, invitada para un almuerzo donde el propio
Fidel cocinaría un pescado a la sal, producto de una de sus redadas de
submarinismo. El Malecón despertaba y La Habana iniciaba el día, como dijera Nicolás
Guillén, “con sus caderas sonoras y sus
moradas ojeras a todas horas”. El 13 de agosto Fidel Castro cumplió 87 años
y el próximo 22 de noviembre se recordarán los 50 años del asesinato de John
Fitzgerald Kennedy en Dallas.
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