11-S: Día Decisivo
Extractos de declaraciones de Augusto Pinochet sobre la caída de Salvador Allende
“Al comenzar el año 1973, la situación del país parecía estancada y se observaban síntomas de acostumbramiento. Muchos pensaban aún en la posibilidad de una rectificación de la conducción política del señor Allende. Pero esas esperanzas pasaron. Había un gran responsable de la desintegración y la anarquía: el propio Presidente. Muchas veces he pensado que Allende ignoraba o prescindía el verdadero significado de la doctrina que decía seguir, pues sus actuaciones y su manera de vivir, lejos de ser sobrias y autenticas, eran por el contrario fastuosas y opuestas a los principios de que tanto alardea la doctrina comunista.
Ante el fracaso de las conversaciones Allende-Aylwin, el Episcopado chileno creyó oportuno intervenir para salvar a la democracia. Para ello creyó necesario recrear condiciones favorables para reiniciar el diálogo entre la Unidad Popular y la Democracia Cristiana, sin querer comprender que la situación había llegado a un extremo que no tenía salida política.
Mi idea al respecto era por cierto muy diferente. Si el Ejército y las FFAA intervenían contra el Gobierno marxista, sería para producir cambios trascendentales en los más amplios y variados aspectos de la vida nacional, a fin de corregir las gravísimas deformaciones que la política tradicional había ocasionado con el correr de los años. Por lo tanto, las Fuerzas Armadas tenían que permanecer en el Poder un período determinado hasta modernizar la vida chilena, restablecer la convivencia, crear un régimen institucional acorde con los problemas y amenazas de la época y dejar a la Nación en condiciones de defender su nueva democracia. De otra manera era preferible no hacer absolutamente nada, pues si todo fuera a culminar en el retorno de ciertos políticos, volvería el país a corto plazo a una situación aún peor de la que vivíamos.
En un documento interno quedaba claramente establecido que un conflicto entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo podría llegar a un momento en que al no haber salida constitucional, desataría una lucha entre ambos, posibilidad esta que se veía más factible, debido a que la posición de ambos se endureció cada vez más. En tal caso las Fuerzas Armadas, que siempre habían actuado como árbitros, difícilmente podrían mantenerse como tales, tanto más que uno de los poderes (el Ejecutivo) creaba una fuerza paramilitar que según nuestros cálculos ganaba fuerza cada día a lo largo del país.
Después de las elecciones parlamentarias de marzo, ordené al Estado Mayor que efectuara una nueva apreciación política. Las conclusiones a las que llegó no ofrecían la menor posibilidad de que se detuviera la vorágine de desorden, violencia, destrucción de la institucionalidad, inmoralidad política y desastre económico a que nos conducía el totalitarismo marxista. A fines de mes existía por consiguiente en el ánimo de los oficiales que preparaban la expulsión del Gobierno, el más absoluto convencimiento de que para Chile no existía otro camino que actuar por la fuerza de las armas.
Sectores de la Unidad Popular confiaban en sus fuerzas paramilitares, en los grupos marginales y en la penetración practicada en los organismos armados y en otras organizaciones infiltradas. No captaban el peligro que se cernía sobre ellos, pues el descontento y la agitación del país ya eran totales. Allende no dejaba pasar oportunidad para aparecer como buscando la concordia por todos los medios posibles y procurando encontrar la solución de los gravísimos conflictos que se le presentaban. Pero todo parece señalar que, en el fondo, deseaba la guerra civil. En público hablaba de la paz, pero en privado se preparaba para la guerra, ejercitándose personalmente, disparando, actuando en el terreno, etc. Pareciera como si deseara pasar a la historia como otro Fidel Castro de Sudamérica. No consideró que Chile no era Cuba.
Estaba durmiendo cuando, cerca de las 3:30 a.m., fui llamado de forma urgente por el señor Allende, quien me pedía que de inmediato fuera hablar con él a su residencia de Tomás Moro. Creí que alguien había traicionado al grupo de oficiales y que mi vida corría peligro, pero era el destino y había que afrontarlo. Después de una corta introducción, habló del quiebre que vivía su gobierno a consecuencia de la incomprensión demostrada por la Democracia Cristiana, cuyo objetivo era entrar al gobierno para recuperar el poder, lo cual él no podía aceptar y terminó diciéndome: ‘General, creo que usted es el hombre que debe seguir en el puesto dejado por el General Prats’. Le contesté: ‘Presidente le agradezco, pero en este momento es fundamental tener amplias atribuciones de mando en mi institución’. La respuesta fue: ‘Lógico, General, usted las tiene’.
El hecho de anticipar para el 11 de septiembre la acción prevista para el día 14 significaba un peligroso cambio en los planes y en la forma de actuar. Debo confesar que la noche del 10 fue la más larga de mi vida, no pude cerrar los ojos: la preocupación mayor que me embargaba era el temor a una posible delación de alguna persona infiltrada, o que algún Comandante de Columna se anticipara en mover sus tropas y provocara la reacción del gobierno. Después de una rápida revista se sintió la Canción Nacional que se transmitió por todas las radios revolucionarias de Santiago y poco después de las 8:30 se escuchó la proclama de la Junta de Gobierno. Se decretaba el Estado de Sitio, debiendo la población permanecer en sus casas. La proclama constituyó un tremendo golpe para Allende. El comandante Carvajal le dijo que tenía orden de entregar el poder sin condiciones y que esperaba un avión FACH para llevarlo a él y a su familia a cualquier país sudamericano al sur de Panamá. El resto de los ocupantes de La Moneda debían rendirse de inmediato. Se cortó la comunicación.
Un informe del General de Brigada Javier Palacios establece: ‘Abrí las puertas que daban al salón privado del Presidente y nos encontramos con el espectáculo del señor Allende muerto, sentado en un sofá, por los efectos de dos tiros que él mismo se había disparado colocándose la metralleta – regalo de Fidel Castro – bajo la barbilla, lo que le produjo una muerte instantánea. Se encontraba pobremente vestido, tenía las manos llenas de pólvora y la cabeza partida en dos, producto del uso de las armas que había disparado personalmente desde la ventana de La Moneda en contra de la tropa que lo atacaba”.
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