"¡Derribe este muro!"
El 12 de junio de 1987 Ronald Reagan pronunció un discurso de espaldas a la Puerta de Branderburgo. “Serpenteando al fondo, unos 40 metros detrás del podio, estaba el muro: la burda, cruda barrera de hormigón gris de cuatro metros de altura y alambre de púas que separaba Este de Oeste. Apretando la mandíbula y hablando cada vez más fuerte, sin rodeos, exclamó ¡Venga usted a esta puerta señor Gorbachov, abra usted esta puerta, derribe este muro!”, relata el periodista Michael Meyer.
Dos años después, el 9 de noviembre de 1989 Meyer comprobaría cómo con frecuencia los deseos se hacen realidad: “El día que cayó el Muro de Berlín, lo vi ocurrir desde el lado oeste de la frontera mientras el pueblo de Alemania oriental se alzaba para tomarse por asalto las puertas y terminar así cuatro décadas de dictadura comunista. Me uní a ellos al tiempo que bailaban sobre el muro y marchaban por las calles lo que ahora era una nueva Berlín. La Guerra Fría había culminado, la democracia había triunfado”.
En su libro “El año que cambio el mundo”, (La historia secreta detrás de la caída del Muro de Berlín) Meyer analiza los antecedentes del proceso, los episodios decisivos que provocaron el estallido y los testimonios de los protagonistas que facilitaron el derribamiento de un muro que simbolizaba la división entre los dos modelos políticos que se repartían el mundo. Periodista y durante 20 años corresponsal y editor de la revista Newsweek en Alemania, Europa Central y los Balcanes, Meyer tuvo una visión directa de lo que ocurrió en los años de la década de los 80 en los países de la Europa del Este.
Si bien es cierto que ya existían signos del agotamiento del sistema comunista instaurado desde 1917 en Rusia, y que se conocía de la inviabilidad de sus postulados ideológicos, finalmente su caída no fue decretada por órdenes divinas. El corte histórico que recompuso la geopolítica mundial fue percibido y estimulado por líderes y jefes de Estado que desde el exterior como el caso de Reagan y desde el flanco de la disidencia comunista como Mijaíl Gorbachov en la Unión Soviética, Lech Walesa en Polonia y Vaclav Havel en Checoslovaquia, coincidieron en abrir paso a nuevas tendencias modernizadoras.
El libro de Meyer tiene el mérito de retratar el clima que auguraba estos cambios y de poner en claro el papel que jugaron en ellos dirigentes y políticos con la perspicacia necesaria para entender su necesidad y actuar hasta lograr su cristalización con la mayor eficacia posible.
Más allá de las particularidades y de ciertos enfrentamientos insalvables entre los países de la “orbita comunista”, el detonante de la aparatosa caída fue la búsqueda de la libertad mediante la democracia, la única forma de gobierno que la garantiza como un proceso de creación permanente. Es la visión de Walesa quien suele repetir que “la democracia se construye todos los días”; en lo cual coincide con el escritor y dramaturgo checo Iván Klima cuando advierte que “la democracia nunca está fuera de peligro, y la revolución siempre está conectada con algún tipo de totalitarismo”.
Si 1989 fue un año que cambió el mundo con la caída del modelo comunista, podría decirse que el 2011 se recordará como el año que completa aquel proceso a favor de la democracia. Desde la inmolación de Mohamed Bouazizi en la plaza de Sidi Bouzid en Túnez a comienzos de año el mundo árabe es sacudido por estremecimientos impredecibles pero en todo caso orientados a la redemocratización de países sumidos en el atraso político. Un proceso de refrescamiento histórico que se ha expresado con la salida de Ben Ali de Túnez, Hosni Mubarak de Egipto y las conmociones traumáticas que se viven en la Libia de Gadafi, el Yemen de Ali Saleh, y la Siria de Bashar Al Assad, además de otras naciones que al margen del desenlace de sus actuales crisis, habrán de avanzar hacia mayores espacios de convivencia e institucionalidad democrática.
El movimiento de los “indignados” que estalló hace un mes en España con repercusiones en Bélgica, Francia y Grecia, si bien se da en el marco de democracias consolidadas, además de expresar malestar social e inconformidad cultural transmite un claro mensaje político: la necesidad de reoxigenar formas de democracia envejecidas por la rutina y en otros países, como en Italia, afectadas por la banalización y la teatralización del juego político. En algunos casos se trata de democracias anquilosadas, reacias a asimilar modificaciones sociales y culturales, y en otros modelos contaminados por la “videocracia”, fenómeno estudiado por Giovanni Sartori y que convierte el debate democrático en una competencia simbólica apoyada en los medios de comunicación y la industria publicitaria.
El desmembramiento del mundo comunista hace 20 años, más allá de lo que representó social y económicamente en cada una de las naciones, abrió las puertas para el reacomodo geopolítico con el cese de la Guerra Fría y liquidó al comunismo como una referencia que sacrificaba la libertad por una utópica equidad económica. Dos décadas después, con el novedoso impulso de las redes sociales y una acelerada globalización el torrente democratizador logra perforar las estructuras de las dictaduras islámicas y procura remozar formas de gobierno que ya requieren de una inaplazable actualización. ¿Cómo afectará esta conmoción a los países latinoamericanos? Aún no se sabe, pero seguramente estas naciones no permanecerán ajenas a una ola de renovación, que como ha ocurrido siempre, suele trascender los mares hasta cubrir las costas del Nuevo Continente.
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