Durante
años la música ranchera llenó existencialmente a las poblaciones más humildes
de nuestros países. Los gritos, la exteriorización hasta la caricatura de los
valores del machismo que transmitían las películas mexicanas conformaron una
cultura cuyos rasgos aún no han sido suficientemente estudiados. De allí quedó
la música mexicana reinando en las rocolas y en el alma de la gente del pueblo.
Con la muerte de sus ídolos -Pedro Infante fue el último porque no se olvide
que Javier Solís poco cantó la música de los mariachis y el tequila- se
produjo un vacio en la producción fílmica y discográfica mexicana y se habló de
la declinación de un hecho cultural cuyas implicaciones marcaron durante décadas
a las generaciones latinoamericanas y caribeñas. Surgieron entonces trovadores (casi
todos ecuatorianos) que reciclaban viejos valses, bambucos y copaban las
rocolas (“unos confesionarios mecánicos de las desdichas amorosas”),
encabezados por Julio Jaramillo cuya popularidad en discos, radio y televisión no
conoció en su momento paralelo en Suramérica. Al final de los años setenta Alberto
Aguilera Valadez, conocido como “Juan Gabriel”, rescató la herencia de la música
mexicana, mezclada con el bolero y con nuevos ritmos pero manteniendo la simbología
de las rancheras y sus viejos mariachis.
Más de cien millones de discos e incontables presentaciones en los principales
escenarios de América Latina y de Estados Unidos un país contaminado por el desafío
musical azteca, es parte de la herencia que dejo el “Divo de Juárez” el domingo
28 de agosto cuando falleció por un infarto en California. La prensa repite ahora
el titular: “Latinoamérica llora a Juan Gabriel”, y en el recuerdo de sus
millones de admiradores sigue sonando su “Amor eterno”.
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