El
Che Guevara siempre tuvo a Venezuela como objetivo de su visión planetaria de
la revolución. Los testimonios son muchos y repetidos. Cuando Douglas Bravo,
quien habló con el mítico guerrillero dos veces en La Habana en los primeros años
de La Revolución
cubana y antes de que Bravo trepara a la Sierra de Coro para conformar el núcleo armado
más activo e importante de las guerrillas venezolanas, dice que el Che (un
hombre tímido, de palabra calculadora, y que poseía la transparencia de un
poeta) le habló con pasión del papel de Venezuela en el esquema de la revolución
latinoamericana e insistió en las lecciones de Bolívar y en la significación
estratégica del país.
Guevara
-lo recuerda Bravo destejiendo las breñas de la memoria- tenía el aura, el sino
místico de sus amigos Argimiro Gabaldo y Chema Saher, que eran más pasión y
grandeza moral que destrezas y disciplinas militares. Años después, el Che,
consideró cumplido su deber con Cuba y buscó nuevos caminos para sus andanzas.
En 1964 en Argel, a propósito de una Conferencia Internacional de Solidaridad
que suponía el soporte propagandístico del Bloque Soviético, los venezolanos
Germán Lairet, Pedro Duno y Silvino Valera se toparon con el Che, quien iba
camino del Congo. Les propuso venir a Venezuela y les replanteó el valor
estratégico de la guerrilla; los tres dirigentes del PCV le oyeron y como
tratando de disuadirlo de sus planes, le insistieron en el perfil nacional del
liderazgo de la línea insurreccional que operaba en Falcón, Lara, Yaracuy y
zonas de oriente.
A
mediados de 1965 el Che regreso a Cuba después de su infortunada incursión en
el Congo. Un día, en compañía de Manuel Piñeiro, el legendario “barbarroja”,
responsable de la ayuda armada a los movimientos subversivos (un
cubano-gallego, alto, corpulento, infeliz sin un habano en los labios y una
barba ahora blanca que se acariciaba con el deleite de un Santa Claus) Guevara
sostuvo una reunión formal con Lairet, entonces responsable militar del Partido
Comunista en La Habana. Lairet le ratificó que su presencia en Venezuela (ya
habían surgido diferencias entre los grupos guerrilleros y la dirección PCV que
levantaba la tesis de la “paz democrática”) no era conveniente, y que sería el
pretexto ideal para que el Gobierno comprobase el carácter internacional del
movimiento armado. El Che se despidió – con los años lo rememora Lairet- con un
inocultable dejo de resignación.
En
1966, Luben Petkoff desembarcó por las costas de Tucacas con un grupo de
guerrilleros cubanos para potenciar los destacamentos de la Sierra de Coro. Según el
testimonio del periodista Alberto Jordán Hernández, el Che fue invitado a venir
en la expedición. Guevara le dijo a Petkoff que había desistido de viajar
porque en Venezuela las cosas “estaban muy adelantadas” y que prefería partir
de cero en otra latitud del continente. Le dijo además que el PCV (la
conversación con Lairet en La
Habana ) consideraba inconveniente su presencia en Venezuela.
No obstante, según el periodista quien era corresponsal de El Nacional en
Puerto Cabello, entre la gente de la costa falconiana, con la fe en los rumores
de los hombres del mar, se decía que uno de los guerrilleros que amanecieron
trasnochados y famélicos frente al espejo azul de Morrocoy, era el mismo Che
Guevara. Antes de morir, ya su nombre estaba inscrito en el registro de la
imaginería popular.
El
periodista uruguayo Carlos María Gutiérrez había entrevistado a Fidel Castro y
al Che en la Sierra
Maestra. Se hizo amigo de Guevara y estuvo a su lado en las
situaciones más críticas que siguieron a la entrada de La Habana en 1959, y
trabó amistad con el guerrillero más allá de las relaciones profesionales.
Gutiérrez, quien vivió en Caracas y con quien compartimos cuatro años en salas
de redacción, contaba que Guevara, con su impenitente habano, daba vueltas en
círculo en su oficina del Banco Central y repetía que otra cosa hubiera sido de
América Latina si la revolución se hubiera hecho en Venezuela. A su muerte el
gobierno cubano encargo a Gutiérrez una biografía del personaje, quien hizo una
investigación, como sólo él, de los legendarios redactores del semanario Marcha
de Montevideo, sabía hacerlo. Repasó el itinerario de Guevara, auscultó en su
mundo familiar y amistoso, y refrescó largas conversaciones en los más diversos
lugares de aquella Cuba que enervaba la sensibilidad revolucionaria del mundo
entero. Después de tres años, Gutiérrez entregó más de 500 páginas, debidamente
editadas, a un alto funcionario. Carlos María murió en 1991 y sin duda el mejor
biógrafo del Che dejó inédita su producción.
Jordán
Hernández, en una reciente crónica en el diario El Siglo de Maracay, comentó
que en una oportunidad Fidel Castro tocándose la visera, gesto que añade solemnidad
a sus frases, le dijo: ¿Sabía que el Che iba para Venezuela? Jordán revela
también que Ernesto Guevara de la
Serna estuvo en
Caracas en representación de la democracia cristiana argentina en diciembre de
1950. Entonces tenía 22 años de edad y fue atendido por el dirigente copeyano
José Rafael Zapata Luigi, quien lo recordaba “joven, delgado, humilde, con una
chaqueta maltratada, camisa sport, y un discreto maletín que constituía su
equipaje”. Guevara celebró la navidad de ese año (un mes antes había sido
asesinado el presidente de la
Junta de Gobierno, Carlos Delgado Chalbaud) en la casa de su
anfitrión caraqueño y mostraba interés de llegar hasta México. Haciendo grandes
esfuerzos los jóvenes copeyanos le consiguieron un pasaje hasta Santo Domingo,
desde donde habría de seguir su viaje hasta la capital azteca.
El Che
volvió a Caracas en 1954. De esa visita queda un párrafo de su diario donde
dibujó una visión “perezbonaldiana” de la ciudad, atraído por la neblina y la
simetría del techo de las casas. En esos días, según contó hace unos años el
médico José Lucio González al periodista José Emilio Castellanos, Guevara
ingresó como médico al leprocomio de Cabo Blanco, en Catia La Mar. Se le recuerda como
un profesional responsable, de poco hablar,
de largos silencios y lector contumaz. Solía hacer en Macuto largas
caminatas frente al mar, hasta que un día desapareció como por obra de un
misterio. Los preparativos de la invasión norteamericana a Guatemala y luego el
derrocamiento del presidente Jacobo Arbenz, lo colocaron en el camino que
buscaba: la lucha revolucionaria.
Con
la eclosión de los años 70, su rostro (una foto magistral del cubano Korda
tomada en una concentración en la
Plaza de la
Revolución ), simbolizó la protesta revolucionaria de las
juventudes del mundo, luego con el tiempo su nombre fue lentamente lapidado por
el olvido. Se desconocían, incluso los detalles precisos de su muerte. Entre el
grupo de oficiales bolivianos que le asesinaron en La Higuera estaba el teniente
Gary Prado. Por muchos años se acusó a Prado de haber rematado al guerrillero
vencido. Recuerdo que en mayo de 1979, en Cartagena de Indias, en la
celebración de los 10 años de la firma del Pacto Andino, Prado, que entonces
formaba parte de la
Junta Militar que gobernaba Bolivia, tuvo que ser sacado de
un ascensor del hotel Capilla del Mar a punto de ser asfixiado por los
reporteros que le inquirían cómo había asesinado al Che. Ya fuera de peligro,
el Comandante Prado caminó avergonzado por el pasillo del hotel, se quitó la gorra
y abrió la puerta de su habitación, como si hubiera reconquistado el reino de
la libertad.
La
exhumación de los restos del Che y otros de sus compañeros guerrilleros
enterrados en una fosa común en Vallegrande y las historias dadas a la luz
pública por testigos del hecho, realimentaron el mito y el Che ya no es un
guerrillero que promete la sangre y la guerra. Muertas las ideologías; en
receso se suponía por largo tiempo las estrategias insurrecciónales; en un
planeta cuya globalización supone saltos materiales y científicos pero también
profundas carencias espirituales y
afectivas, Guevara resurgió como el emblema de una nueva religión terrenal del
entresiglo. En Vallegrande, en la
Higuera y en Santa Cruz de la Sierra , donde sus huesos se
confundieron con la greda rojiza de la selva, el Che es casi un santo. Su
nombre conjura maleficios; la imploración de sus milagros prolonga la vida de
mujeres y hombres, y cuando sus restos fueron llevados a Cuba los vecinos
añadieron una nueva razón para su milenaria nostalgia. Ahora en Santa Clara
(cuidad donde el Che dirigió la operación militar más importante en la lucha
contra Batista) el incansable guerrillero inicia el camino de la beatificación
popular, y se conoce la verdadera historia. El comandante Benigno “Darriel
Alarcón Durán” ha contado que horas antes del minuto final encontró al Che
solitario, semidesnudo, con la disnea poniendo a prueba sus pulmones y la
mirada diluida en la distancia. Benigno con las ropas bañadas por la sangre del
“Coco Peredo”, la dijo a Guevara que todo estaba perdido. Y fue así. Horas
después el Che era cercado en su refugio de la Higuera y herido pidió que lo
mataran. En las instrucciones de los militares era preferible rescatarlo con
vida, pero una orden atribuida a los generales Barrientos y Obando decretó su
muerte. No fue Gary Prado el ejecutor sino un teniente de apellido Terán.
Muerto le cortaron las manos y el fotógrafo boliviano, Freddy Alborta hizo la
foto para la historia: el Che sobre un sucio camastro y el rostro como el de un
mártir después del máximo sacrificio. Para sus partidarios más fanáticos el
guerrillero sigue viviendo con los ojos abiertos. Cómo iba a imaginarse Guevara
que su vida y su imagen, con los años por obra de la revolución bolivariana de un
venezolano llamado Hugo Chávez, habría de ser rescatada y convertida en tema de
veneración y ejemplo, incluso en las ceremonias de los cuarteles.
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