lunes, 9 de octubre de 2017

El Che en Venezuela



El Che Guevara siempre tuvo a Venezuela como objetivo de su visión planetaria de la revolución. Los testimonios son muchos y repetidos. Cuando Douglas Bravo, quien habló con el mítico guerrillero dos veces en La Habana en los primeros años de La Revolución cubana y antes de que Bravo trepara a la Sierra de Coro para conformar el núcleo armado más activo e importante de las guerrillas venezolanas, dice que el Che (un hombre tímido, de palabra calculadora, y que poseía la transparencia de un poeta) le habló con pasión del papel de Venezuela en el esquema de la revolución latinoamericana e insistió en las lecciones de Bolívar y en la significación estratégica del país.

Guevara -lo recuerda Bravo destejiendo las breñas de la memoria- tenía el aura, el sino místico de sus amigos Argimiro Gabaldo y Chema Saher, que eran más pasión y grandeza moral que destrezas y disciplinas militares. Años después, el Che, consideró cumplido su deber con Cuba y buscó nuevos caminos para sus andanzas. En 1964 en Argel, a propósito de una Conferencia Internacional de Solidaridad que suponía el soporte propagandístico del Bloque Soviético, los venezolanos Germán Lairet, Pedro Duno y Silvino Valera se toparon con el Che, quien iba camino del Congo. Les propuso venir a Venezuela y les replanteó el valor estratégico de la guerrilla; los tres dirigentes del PCV le oyeron y como tratando de disuadirlo de sus planes, le insistieron en el perfil nacional del liderazgo de la línea insurreccional que operaba en Falcón, Lara, Yaracuy y zonas de oriente.

A mediados de 1965 el Che regreso a Cuba después de su infortunada incursión en el Congo. Un día, en compañía de Manuel Piñeiro, el legendario “barbarroja”, responsable de la ayuda armada a los movimientos subversivos (un cubano-gallego, alto, corpulento, infeliz sin un habano en los labios y una barba ahora blanca que se acariciaba con el deleite de un Santa Claus) Guevara sostuvo una reunión formal con Lairet, entonces responsable militar del Partido Comunista en La Habana. Lairet le ratificó que su presencia en Venezuela (ya habían surgido diferencias entre los grupos guerrilleros y la dirección PCV que levantaba la tesis de la “paz democrática”) no era conveniente, y que sería el pretexto ideal para que el Gobierno comprobase el carácter internacional del movimiento armado. El Che se despidió – con los años lo rememora Lairet- con un inocultable dejo de resignación.

En 1966, Luben Petkoff desembarcó por las costas de Tucacas con un grupo de guerrilleros cubanos para potenciar los destacamentos de la Sierra de Coro. Según el testimonio del periodista Alberto Jordán Hernández, el Che fue invitado a venir en la expedición. Guevara le dijo a Petkoff que había desistido de viajar porque en Venezuela las cosas “estaban muy adelantadas” y que prefería partir de cero en otra latitud del continente. Le dijo además que el PCV (la conversación con Lairet en La Habana) consideraba inconveniente su presencia en Venezuela. No obstante, según el periodista quien era corresponsal de El Nacional en Puerto Cabello, entre la gente de la costa falconiana, con la fe en los rumores de los hombres del mar, se decía que uno de los guerrilleros que amanecieron trasnochados y famélicos frente al espejo azul de Morrocoy, era el mismo Che Guevara. Antes de morir, ya su nombre estaba inscrito en el registro de la imaginería popular.

El periodista uruguayo Carlos María Gutiérrez había entrevistado a Fidel Castro y al Che en la Sierra Maestra. Se hizo amigo de Guevara y estuvo a su lado en las situaciones más críticas que siguieron a la entrada de La Habana en 1959, y trabó amistad con el guerrillero más allá de las relaciones profesionales. Gutiérrez, quien vivió en Caracas y con quien compartimos cuatro años en salas de redacción, contaba que Guevara, con su impenitente habano, daba vueltas en círculo en su oficina del Banco Central y repetía que otra cosa hubiera sido de América Latina si la revolución se hubiera hecho en Venezuela. A su muerte el gobierno cubano encargo a Gutiérrez una biografía del personaje, quien hizo una investigación, como sólo él, de los legendarios redactores del semanario Marcha de Montevideo, sabía hacerlo. Repasó el itinerario de Guevara, auscultó en su mundo familiar y amistoso, y refrescó largas conversaciones en los más diversos lugares de aquella Cuba que enervaba la sensibilidad revolucionaria del mundo entero. Después de tres años, Gutiérrez entregó más de 500 páginas, debidamente editadas, a un alto funcionario. Carlos María murió en 1991 y sin duda el mejor biógrafo del Che dejó inédita su producción.

Jordán Hernández, en una reciente crónica en el diario El Siglo de Maracay, comentó que en una oportunidad Fidel Castro tocándose la visera, gesto que añade solemnidad a sus frases, le dijo: ¿Sabía que el Che iba para Venezuela? Jordán revela también que Ernesto Guevara de la Serna  estuvo en Caracas en representación de la democracia cristiana argentina en diciembre de 1950. Entonces tenía 22 años de edad y fue atendido por el dirigente copeyano José Rafael Zapata Luigi, quien lo recordaba “joven, delgado, humilde, con una chaqueta maltratada, camisa sport, y un discreto maletín que constituía su equipaje”. Guevara celebró la navidad de ese año (un mes antes había sido asesinado el presidente de la Junta de Gobierno, Carlos Delgado Chalbaud) en la casa de su anfitrión caraqueño y mostraba interés de llegar hasta México. Haciendo grandes esfuerzos los jóvenes copeyanos le consiguieron un pasaje hasta Santo Domingo, desde donde habría de seguir su viaje hasta la capital azteca.

El Che volvió a Caracas en 1954. De esa visita queda un párrafo de su diario donde dibujó una visión “perezbonaldiana” de la ciudad, atraído por la neblina y la simetría del techo de las casas. En esos días, según contó hace unos años el médico José Lucio González al periodista José Emilio Castellanos, Guevara ingresó como médico al leprocomio de Cabo Blanco, en Catia La Mar. Se le recuerda como un profesional responsable, de poco hablar,  de largos silencios y lector contumaz. Solía hacer en Macuto largas caminatas frente al mar, hasta que un día desapareció como por obra de un misterio. Los preparativos de la invasión norteamericana a Guatemala y luego el derrocamiento del presidente Jacobo Arbenz, lo colocaron en el camino que buscaba: la lucha revolucionaria.

Con la eclosión de los años 70, su rostro (una foto magistral del cubano Korda tomada en una concentración en la Plaza de la Revolución), simbolizó la protesta revolucionaria de las juventudes del mundo, luego con el tiempo su nombre fue lentamente lapidado por el olvido. Se desconocían, incluso los detalles precisos de su muerte. Entre el grupo de oficiales bolivianos que le asesinaron en La Higuera estaba el teniente Gary Prado. Por muchos años se acusó a Prado de haber rematado al guerrillero vencido. Recuerdo que en mayo de 1979, en Cartagena de Indias, en la celebración de los 10 años de la firma del Pacto Andino, Prado, que entonces formaba parte de la Junta Militar que gobernaba Bolivia, tuvo que ser sacado de un ascensor del hotel Capilla del Mar a punto de ser asfixiado por los reporteros que le inquirían cómo había asesinado al Che. Ya fuera de peligro, el Comandante Prado caminó avergonzado por el pasillo del hotel, se quitó la gorra y abrió la puerta de su habitación, como si hubiera reconquistado el reino de la libertad.


La exhumación de los restos del Che y otros de sus compañeros guerrilleros enterrados en una fosa común en Vallegrande y las historias dadas a la luz pública por testigos del hecho, realimentaron el mito y el Che ya no es un guerrillero que promete la sangre y la guerra. Muertas las ideologías; en receso se suponía por largo tiempo las estrategias insurrecciónales; en un planeta cuya globalización supone saltos materiales y científicos pero también profundas carencias espirituales  y afectivas, Guevara resurgió como el emblema de una nueva religión terrenal del entresiglo. En Vallegrande, en la Higuera y en Santa Cruz de la Sierra, donde sus huesos se confundieron con la greda rojiza de la selva, el Che es casi un santo. Su nombre conjura maleficios; la imploración de sus milagros prolonga la vida de mujeres y hombres, y cuando sus restos fueron llevados a Cuba los vecinos añadieron una nueva razón para su milenaria nostalgia. Ahora en Santa Clara (cuidad donde el Che dirigió la operación militar más importante en la lucha contra Batista) el incansable guerrillero inicia el camino de la beatificación popular, y se conoce la verdadera historia. El comandante Benigno “Darriel Alarcón Durán” ha contado que horas antes del minuto final encontró al Che solitario, semidesnudo, con la disnea poniendo a prueba sus pulmones y la mirada diluida en la distancia. Benigno con las ropas bañadas por la sangre del “Coco Peredo”, la dijo a Guevara que todo estaba perdido. Y fue así. Horas después el Che era cercado en su refugio de la Higuera y herido pidió que lo mataran. En las instrucciones de los militares era preferible rescatarlo con vida, pero una orden atribuida a los generales Barrientos y Obando decretó su muerte. No fue Gary Prado el ejecutor sino un teniente de apellido Terán. Muerto le cortaron las manos y el fotógrafo boliviano, Freddy Alborta hizo la foto para la historia: el Che sobre un sucio camastro y el rostro como el de un mártir después del máximo sacrificio. Para sus partidarios más fanáticos el guerrillero sigue viviendo con los ojos abiertos. Cómo iba a imaginarse Guevara que su vida y su imagen, con los años por obra de la revolución bolivariana de un venezolano llamado Hugo Chávez, habría de ser rescatada y convertida en tema de veneración y ejemplo, incluso en las ceremonias de los cuarteles. 

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