martes, 16 de enero de 2018

Análisis:
Una crisis sin precedentes (1)
Manuel Felipe Sierra
Tiene razón Evan Ellis, Profesor del Instituto de Estudios Estratégicos del Army War College de EE.UU., cuando sostiene “que la actual crisis venezolana no tiene precedentes”. Y es que costaba mucho pensar en que un país que hasta 1998 se consideraba sometido a las contingencias económicas y sociales del continente latinoamericano, pero inscrito como una importante referencia democrática, pudiera transformarse en un curioso experimento clínico para sociólogos y politólogos. Desafortunadamente, esta realidad es desconocida o subestimada todavía por los actores venezolanos que a lo largo de estos años han venido protagonizando una severa conflictividad política, sin ahondar en sus causas, en su evolución, en sus características ni en sus posibles desenlaces que todo augura podrían escapar de sus propias manos.
De allí que los encuentros entre representantes opositores y oficialistas, realizados en República Dominicana, si bien se consideran provechosos y útiles, no pueden culminar en arreglos o compromisos sólidos porque ambos factores no están en capacidad de dar respuesta a la complejidad de la situación, más allá de aprobar algunos retoques formales como garantías electorales plenas, ajustes de algunas leyes, etc., que, en definitiva, no apuntan al problema de fondo.
UN DIÁLOGO DISTINTO
Los llamados y actuales diálogos opositor-gobierno no tienen nada que ver con las gestiones similares que se realizan en otros países en situaciones de guerra, y donde se establecen reglas de juego entre ejércitos o movimientos armados que ambos están en capacidad de administrar sus acciones, avanzar en acuerdos y finalmente decidir sobre la guerra o la paz. La crisis venezolana tampoco puede ser vista como la situación que vivieron y viven países aislados asediados por severos conflictos militares, y espantosas hambrunas, como ocurrió durante años en naciones centroamericanas y las que aun viven países de África y del Medio Oriente, y los cuales requieren de la asistencia médica de una mediación internacional de organismos como la ONU, el Vaticano, la UE, OEA, entre otros, que puedan ayudar en decisiones que garanticen el camino mínimo  de la paz y la salud.
La crisis nacional nació y se ha desarrollado por el creciente enfrentamiento entre dos visiones del manejo del Estado, que estuvieron presentes en las promesas electorales de Hugo Chávez, consagradas  en la posterior Constitución Bolivariana; en el resultado de elecciones posteriores y en su radicalización ya con el nombre de “socialismo del siglo XXI” de un proyecto de naturaleza ideológica que contó con el apoyo logístico, oportuno de la Cuba de los Castro, enfrentada al llamado “período especial”. Frente al riesgo cierto de la “fidelización” venezolana se despertaron las alertas de una naciente pero vigorosa sociedad civil que a partir del 2001 inició acciones de calle, protestas y manifestaciones, a favor de los valores democráticos, sin contar entonces con dirigencia política orgánica alguna, ni partidos políticos consistentes; ni la poderosa ayuda de las redes sociales, y que el 11 de abril de 2002 logró el desalojo por unos días del mandatario de Miraflores. Luego, la activación de calle condujo a un paro nacional por 63 días que implicó (como caso único en el mundo) la participación activa en él de todos los medios de comunicación de la nación, creando una situación de ingobernabilidad que obligó a la gestión internacional de la OEA y el Centro Carter para la realización de un referéndum revocatorio presidencial en 2004 que relegitimó al mandatario.
A partir de allí y gracias a un milagroso incremento del ingreso petrolero se abrieron las puertas para la radicalización del chavismo hasta proponer una reforma constitucional el 2007, que le daría plena consistencia legal al nuevo modelo y que si bien fue derrotada por la mayoría de los venezolanos en aquella ocasión, en los meses posteriores habría de implantarse mediante un conjunto de decretos-leyes que consolidaron lo que los viejos juristas denominaban una “constitución sociológica”, es decir, un segundo instrumento que permitía la profundización de un modelo que no estaba contemplado exactamente en el texto constitucional vigente.
De esta manera, cualquier cambio en el futuro por la vía electoral pasaba por la reinstitucionalización del país, por regresar a la verdadera constitución a través de un acuerdo entre oposición y gobierno. Esa iniciativa, obvia y necesaria, fue reiteradamente omitida incluso en los programas de los candidatos presidenciales opositores, por cuanto en la práctica la contradicción no se hacía demasiado evidente, sino en la naturaleza de las leyes que eran aprobadas (Plan de la Patria, Ley de Comuna, etc.), que se consideraban más bien pasos propios del proyecto chavista. Incluso, ante la enfermedad terminal de Chávez, muchos analistas apostamos a la transición colocándonos el tema de la institucionalidad como un requisito básico no sólo para un cambio de gobierno, sino para la más elemental convivencia entre factores políticos contradictorios. Ello no ocurrió, e incluso con la muerte de Chávez el tema fue omitido y desde entonces los sectores opositores redujeron el asunto como si se tratase en el caso de un posible triunfo del líder opositor Henrique Capriles Radonski, como una simple ceremonia de cambio de gobierno.
OÍDOS SORDOS
Tuvo que ocurrir la victoria opositora en las elecciones parlamentarias del 2015 con el control decisivo de la Asamblea Nacional para que se pusiera en evidencia un conflicto que habría de sumarse de manera decisiva a los enfrentamientos cada vez mayores protagonizados en el escenario político nacional y complicados por las crisis sociales y económicas, que también se tornaron virtualmente ingobernables. Todavía, pese a lo ocurrido en los últimos meses, a la violencia en las calles, a la desaparición de la moneda, al hampa reinando sin control, en los planteamientos de la oposición (al gobierno le convendría, como siempre, minimizar el tema) no se ha contemplado ni convertido menos aun en condición previa para cualquier negociación y acuerdo, el regreso a un clima mínimo de convivencia constitucional que es la única que podría garantizar, en consecuencia, el ejercicio civilizado del diálogo y las prácticas democráticas.
De tal manera que los avances, que sin duda se han logrado en las conversaciones en República Dominicana y que su sola realización se juzga positiva, si bien contribuyen transitoriamente a descongestionar la irrespirable atmosfera emocional que viven los venezolanos, de ninguna manera conjuran los verdaderos factores que definen una crisis inédita y que ya escapa al control de los venezolanos y se coloca en las impredecibles convulsiones del juego geopolítico mundial.







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