Análisis:
Una crisis sin precedentes (1)
Manuel Felipe Sierra
Tiene razón
Evan Ellis, Profesor del Instituto de Estudios Estratégicos del Army War
College de EE.UU., cuando sostiene “que la actual crisis venezolana no tiene
precedentes”. Y es que costaba mucho pensar en que un país que hasta 1998 se
consideraba sometido a las contingencias económicas y sociales del continente
latinoamericano, pero inscrito como una importante referencia democrática,
pudiera transformarse en un curioso experimento clínico para sociólogos y
politólogos. Desafortunadamente, esta realidad es desconocida o subestimada todavía
por los actores venezolanos que a lo largo de estos años han venido
protagonizando una severa conflictividad política, sin ahondar en sus causas,
en su evolución, en sus características ni en sus posibles desenlaces que todo
augura podrían escapar de sus propias manos.
De allí que
los encuentros entre representantes opositores y oficialistas, realizados en
República Dominicana, si bien se consideran provechosos y útiles, no pueden
culminar en arreglos o compromisos sólidos porque ambos factores no están en
capacidad de dar respuesta a la complejidad de la situación, más allá de
aprobar algunos retoques formales como garantías electorales plenas, ajustes de
algunas leyes, etc., que, en definitiva, no apuntan al problema de fondo.
UN DIÁLOGO DISTINTO
Los llamados
y actuales diálogos opositor-gobierno no tienen nada que ver con las gestiones
similares que se realizan en otros países en situaciones de guerra, y donde se establecen
reglas de juego entre ejércitos o movimientos armados que ambos están en
capacidad de administrar sus acciones, avanzar en acuerdos y finalmente decidir
sobre la guerra o la paz. La crisis venezolana tampoco puede ser vista como la
situación que vivieron y viven países aislados asediados por severos conflictos
militares, y espantosas hambrunas, como ocurrió durante años en naciones
centroamericanas y las que aun viven países de África y del Medio Oriente, y
los cuales requieren de la asistencia médica de una mediación internacional de
organismos como la ONU, el Vaticano, la UE, OEA, entre otros, que puedan ayudar
en decisiones que garanticen el camino mínimo de la paz y la salud.
La crisis nacional
nació y se ha desarrollado por el creciente enfrentamiento entre dos visiones
del manejo del Estado, que estuvieron presentes en las promesas electorales de
Hugo Chávez, consagradas en la posterior
Constitución Bolivariana; en el resultado de elecciones posteriores y en su
radicalización ya con el nombre de “socialismo del siglo XXI” de un proyecto de
naturaleza ideológica que contó con el apoyo logístico, oportuno de la Cuba de
los Castro, enfrentada al llamado “período especial”. Frente al riesgo cierto
de la “fidelización” venezolana se despertaron las alertas de una naciente pero
vigorosa sociedad civil que a partir del 2001 inició acciones de calle,
protestas y manifestaciones, a favor de los valores democráticos, sin contar entonces
con dirigencia política orgánica alguna, ni partidos políticos consistentes; ni
la poderosa ayuda de las redes sociales, y que el 11 de abril de 2002 logró el
desalojo por unos días del mandatario de Miraflores. Luego, la activación de
calle condujo a un paro nacional por 63 días que implicó (como caso único en el
mundo) la participación activa en él de todos los medios de comunicación de la
nación, creando una situación de ingobernabilidad que obligó a la gestión
internacional de la OEA y el Centro Carter para la realización de un referéndum
revocatorio presidencial en 2004 que relegitimó al mandatario.
A partir de
allí y gracias a un milagroso incremento del ingreso petrolero se abrieron las
puertas para la radicalización del chavismo hasta proponer una reforma
constitucional el 2007, que le daría plena consistencia legal al nuevo modelo y
que si bien fue derrotada por la mayoría de los venezolanos en aquella ocasión,
en los meses posteriores habría de implantarse mediante un conjunto de decretos-leyes
que consolidaron lo que los viejos juristas denominaban una “constitución
sociológica”, es decir, un segundo instrumento que permitía la profundización
de un modelo que no estaba contemplado exactamente en el texto constitucional
vigente.
De esta
manera, cualquier cambio en el futuro por la vía electoral pasaba por la
reinstitucionalización del país, por regresar a la verdadera constitución a
través de un acuerdo entre oposición y gobierno. Esa iniciativa, obvia y
necesaria, fue reiteradamente omitida incluso en los programas de los
candidatos presidenciales opositores, por cuanto en la práctica la
contradicción no se hacía demasiado evidente, sino en la naturaleza de las
leyes que eran aprobadas (Plan de la Patria, Ley de Comuna, etc.), que se
consideraban más bien pasos propios del proyecto chavista. Incluso, ante la
enfermedad terminal de Chávez, muchos analistas apostamos a la transición colocándonos
el tema de la institucionalidad como un requisito básico no sólo para un cambio
de gobierno, sino para la más elemental convivencia entre factores políticos
contradictorios. Ello no ocurrió, e incluso con la muerte de Chávez el tema fue
omitido y desde entonces los sectores opositores redujeron el asunto como si se
tratase en el caso de un posible triunfo del líder opositor Henrique Capriles
Radonski, como una simple ceremonia de cambio de gobierno.
OÍDOS SORDOS
Tuvo que
ocurrir la victoria opositora en las elecciones parlamentarias del 2015 con el
control decisivo de la Asamblea Nacional para que se pusiera en evidencia un
conflicto que habría de sumarse de manera decisiva a los enfrentamientos cada
vez mayores protagonizados en el escenario político nacional y complicados por
las crisis sociales y económicas, que también se tornaron virtualmente
ingobernables. Todavía, pese a lo ocurrido en los últimos meses, a la violencia
en las calles, a la desaparición de la moneda, al hampa reinando sin control,
en los planteamientos de la oposición (al gobierno le convendría, como siempre,
minimizar el tema) no se ha contemplado ni convertido menos aun en condición
previa para cualquier negociación y acuerdo, el regreso a un clima mínimo de
convivencia constitucional que es la única que podría garantizar, en
consecuencia, el ejercicio civilizado del diálogo y las prácticas democráticas.
De tal
manera que los avances, que sin duda se han logrado en las conversaciones en
República Dominicana y que su sola realización se juzga positiva, si bien
contribuyen transitoriamente a descongestionar la irrespirable atmosfera
emocional que viven los venezolanos, de ninguna manera conjuran los verdaderos
factores que definen una crisis inédita y que ya escapa al control de los
venezolanos y se coloca en las impredecibles convulsiones del juego geopolítico
mundial.
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