lunes, 11 de abril de 2016

Aquel 11 de abril del 2002

Manuel Felipe Sierra.

A las 2 y 30 de la madrugada del 12 de abril del 2002, el general en jefe Lucas Rincón Romero apareció ante las cámaras de televisión diciendo: “Los miembros del Alto Mando Militar de la Fuerza Armada Nacional de la República Bolivariana de Venezuela deploran los lamentables acontecimientos sucedidos en la ciudad capital en el día de ayer. Ante tales hechos se le solicitó la renuncia de su cargo al ciudadano Presidente de la República, la cual aceptó. Los miembros del Alto Mando Militar, a partir de este momento ponemos nuestros cargos a la orden, los cuales entregaremos a los oficiales que sean designados por las nuevas autoridades”.

            Chávez dejó el palacio y habría renunciado según su oficial de mayor confianza, sin saber quiénes dirigían una operación golpista ni sospechar el nombre de su jefe. ¿Era ello posible en un militar que durante diez años tejió una gigantesca conspiración y que demostraba tener un conocimiento milimétrico de la topografía castrense? Por su perspicacia periodística fue el entonces ministro de la Defensa, José Vicente Rangel, quien definió con mayor tino los confusos sucesos. Al día siguiente confesó a la periodista de El Nacional, Gioconda Soto, ante la pregunta de si hubo o no hubo golpe: “Obviamente que hubo un pronunciamiento de la Fuerza Armada que depuso al Presidente”. Cuando la reportera lo emplazó a ser más categórico, se limitó a contestar “Ese es un problema semántico”. Si la madrugada del 12 el Alto Mando Militar protagonizó una novedosa sesión de beatería, el comportamiento de los factores de la oposición que habían convocado a la marcha frente a la sede de Pdvsa sobrepasaba la impericia de una liga de menores.

            La designación de Pedro Carmona Estanga como presidente y el nombramiento de un gabinete chucuto a las cinco de la tarde del 12 (justamente cuando leyó su ya antológico decreto imperial) sigue siendo un misterio. Para algunos fue uno de los tantos secretos que se llevó a la tumba el Cardenal Ignacio Velasco. Para otros, fue un errático juego adelantado de un sector empresarial que pretendió la confiscación de la protesta. Pero más allá de las tentaciones que inevitablemente desata un sorpresivo vacío de gobierno es demasiado evidente que no existía ni siquiera el preguión de un golpe de Estado. ¿Quién podía entender que una transición que surgiera en esas circunstancias no expresara la conjunción de fuerzas que desde los meses finales del 2001 había tomado las calles? ¿Era concebible un interregno sin la presencia del factor militar? ¿Cómo desconocer la emergencia de la sociedad civil y el papel protagónico del movimiento sindical? ¿Tenía sentido sustituir a un líder popular relegitimado por el voto por un dirigente gremial que se aprovechaba de un accidente político? ¿Cómo dar respuesta a una mayor participación ciudadana en una experiencia que se iniciaba con una declaración de principios punitiva y excluyente?

            Los sucesos de abril del 2002 deberían interpretarse como un tramo inevadible en el proceso de radicalización política que vivía el país. El malestar en las instancias militares era notorio. La élite institucional de la FAN se oponía ahora a un proyecto que suponía la alteración de los valores fundamentales de la institución. Si bien los privilegios políticos concedidos a los militares en la Constitución de 1999 y el peso real que significaba la administración de planes multimillonarios como el Bolívar-2000 actuaron como mecanismos de contención por un tiempo, en su seno gravitaban dos preocupaciones básicas: la reedición de las milicias cubanas y la permisividad con la guerrilla colombiana.

         Cuando comenzaron los pronunciamientos individuales de tenientes, coroneles, generales y vicealmirantes en los primeros meses del 2002 la crisis había llegado a un punto límite. La oposición al proyecto chavista crecía de manera sostenida y en términos impensables meses atrás. No era la acción rutinaria de los partidos sino una explosión más bien de carácter social que incorporaba la clase media y a sectores tradicionalmente reacios a la actividad política. Chávez comenzó a preocuparse por las características de estas movilizaciones que habían demostrado enorme eficacia en Ecuador y Bolivia; y que en esos días en Argentina decidían en horas la suerte de fugaces mandatarios. El paro cívico convocado para el 9 de abril había cobrado una dinámica que ya trascendía al manejo de sus dirigentes. La conocida reunión del Alto Mando, a la cual asistió el Fiscal General de la República Isaías Rodríguez, y que aprobó la activación del Plan Ávila, funcionó como un detonante. Convencido de la inminencia de un conflicto, en esos mismos días Chávez invitó al general Manuel Rosendo a que estrenaran un nuevo modelo de fusil y que ambos dirigieran la represión de los manifestantes convocados para el jueves 11.


            Ese era el ambiente recargado cuando se decidió en la autopista del Este que la marcha opositora continuara hasta Miraflores. Después de la cadena televisiva que sirvió de fachada a la “masacre de Puente Llaguno”, un Chávez anímicamente derrotado, en un palacio silencioso, confesaba a un viejo amigo las amargas sensaciones que depara el poder y su decisión de abandonar el país. ¿Había recibido, como se dice, una llamada de Fidel Castro proponiéndole un repliegue táctico en Cuba o hacer acto de presencia en la Cumbre del Grupo de Río en San José de Costa Rica y allí dar cuenta de la situación? La última versión carece de sentido, porque aún no se conocía el archifamoso “Decreto de Carmona”  y en el plano internacional existía la certeza de que se había producido la deserción presidencial. ¿Golpe de Estado frustrado? ¿Contragolpe victorioso? ¿Vacío de poder? ¿Una batalla sin generales vencedores ni vencidos? ¿O acaso una simple conspiración semántica?

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